Defender la libertad
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Defender la libertad es asunto complicado, sobre todo cuando hablamos de la defensa de la libertad ajena, pues nuestro impulso natural pareciera ser el defender sólo la nuestra, incluso si eso implica limitar —o de plano negar— la de los demás, pues esa es “sacrificable”.
El enunciado anterior aplica para múltiples casos pero hoy me ocuparé solo de uno de ellos: el relativo a la libertad de expresión, a propósito de un intercambio de ideas sostenido por este opinador y un grupo de interlocutores a quienes no identificaré porque el propósito no es aprovechar este espacio para exponer ventajosamente mi argumento, sino simplemente utilizar el ejemplo para ilustrar cómo se nos complica el tema de entender —y respetar— las libertades ajenas.
En todo caso, como lo expresé en esa oportunidad, insistiría en la posibilidad de instalar una mesa de discusión para debatir pausadamente sobre el tema, pues constituye uno de los tópicos de mayor interés en nuestros días debido al asedio al cual se encuentra sometida esta libertad pese, paradójicamente, a los mayores y mejores instrumentos existentes en nuestros días para ejercerla.
Pero vayamos al punto: en la mesa en la cual me encontraba sentado alguien expuso la existencia de una presunta declaración del secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño, respecto de la “necesidad” de una victoria del PRI en las elecciones presidenciales de 2018, como condición para garantizar la viabilidad de la transformación educativa del País.
La declaración, se dijo entonces, habría ocurrido con motivo de la presentación, ese mismo día, del nuevo modelo educativo, evento realizado en Palacio Nacional. En realidad, según pude saber después, se trató de una de las frases pronunciadas por el titular de la SEP en una entrevista concedida al periódico Excelsior.
Transcribo a continuación lo dicho por el funcionario: “…si por alguna razón llegara un gobierno que no comparte o que no está de acuerdo con esta transformación educativa, y no pudiera hacer cambios legales, pero decidiera dejar de trabajar en favor de la reforma, la puede meter en muchos problemas.
“Entonces, sin duda alguna es uno de los grandes temas en donde la continuidad de esta transformación y de este proyecto es absolutamente fundamental, y no hay nada que la pueda garantizar absolutamente, más que la voluntad de seguir trabajando en ella”.
Con independencia del revuelo causado posteriormente por tales expresiones, con la información disponible en aquel momento expuse mi punto de vista: Aurelio Nuño, incluso en su calidad de funcionario público, tiene derecho a manifestarse con expresiones como la transcrita líneas arriba, pues al hacerlo está ejerciendo su derecho a la libertad de expresión.
Me quedé sólo defendiendo la trinchera, pues en nuestra sociedad se encuentra fuertemente instalada la idea contraria: los funcionarios públicos y los ciudadanos no tienen la misma libertad para expresar sus ideas, pues los primeros tienen un derecho más bien limitado, quedando expresiones como la anterior proscritas de su vocabulario.
Y no sólo eso: se encuentra fuertemente arraigada la idea según la cual, si un funcionario público dice cosas como las anteriores está incurriendo en una falta -incluso en un delito- y debería ser sancionado por ello.
¿Cuál es la razón por la cual se tiene esta percepción mayoritaria respecto de la “necesidad” de limitar la libertad de expresión de los funcionarios públicos?
La respuesta es sencilla de explicar, aunque sumamente difícil —por no decir imposible— de justificar: ha sido fundamentalmente desde la trinchera del derecho electoral desde donde nuestros legisladores han desarrollado reglas para establecer límites -ciertamente necesarios- a la libertad de expresión.
En otras palabras, ha sido la intención de “proteger” -presuntamente, es preciso decirlo- los derechos político-electorales de los ciudadanos el impulso para establecer reglas como la de prohibir a los funcionarios públicos la participación abierta en “asuntos políticos”, a partir de una muy discutible hipótesis: si un funcionario público se expresa a favor, o en contra, de un partido o sus candidatos, “influye” de forma indebida en la conformación de la opinión pública y en los futuros resultados electorales.
No solamente se trata de una idea sobre la cual no existe evidencia empírica sólida, sino un absurdo monumental en términos democráticos. Un absurdo construido a partir de haberle extendido carta de naturalización a los prejuicios y renunciar a la posibilidad de discutir si una idea como ésta es compatible con el ideal universal de la democracia.
Personalmente sostengo lo dicho en aquella mesa y algo más: no solamente me parece perfectamente válido el permitirle al titular de la SEP -o a cualquier otro funcionario de cualquier signo ideológico- expresarse como lo hizo en la entrevista de marras. Además de eso, encuentro la idea de prohibirle hacer tal, como un mecanismo para empobrecer la democracia mexicana.
Volveremos al tema.
¡Feliz fin de semana!e.
carredondo@vanguardia.com.mx
Twitter: @sibaja3