Élfego Alor, sus esquirlas
Nuestro colaborador Javier Treviño escribe sobre la obra de Alor, expuesta en la recién inaugurada Galería Albicci
En su “Origen de la Literatura y el Arte Modernos” Arnold Hauser, el historiador del arte de origen húngaro, afirma: “Ningún estilo comienza sin indicios ni predecesores y la mayoría de los movimientos artísticos tropiezan con direcciones competitivas antes de imponerse plenamente…”
¿Qué pensar, pues, ante el espectáculo del arte contemporáneo? A partir del Pop Art, para no remontarnos hasta Dadá y Duchamp, las cosas han cambiado muchísimo en el arte, específicamente en las artes visuales. Hoy es imposible hablar de un estilo o de una corriente dominante. En la actualidad el arte parece ser tierra de todos y de nadie.
Desde hace varias décadas algunos críticos han declarado que en arte contemporáneo recicla las corrientes anteriores a los años 50 del siglo XX. ¿Cómo decir, así, que “las cosas han cambiado muchísimo”? No es mera retórica: todo ha cambiado, aunque en el fondo yazgan similares propósitos, y esto se debe no sólo a la emergencia de la tecnología digital. Todo ha cambiado, incluso el sentido de lo sagrado en el arte.
En medio de una vorágine de corrientes, tendencias, vertientes y estilos, las artes visuales parecen haberse desembarazado de las normas y los cánones establecidos hace milenios –me refiero a los grecolatinos- y desde hace varias casi un siglo celebran desaforadamente su plena liberación. Hoy, más que nunca, el arte goza de una libertad absoluta, una libertad que se ha convertido también, paradójicamente, en presa de sí misma.
Vemos –y escuchamos y asistimos a- manifestaciones artísticas puras, híbridas o interdisciplinarias: la pintura es instalación, la escultura es musical, el teatro es performance y “body art”, la imagen se mueve en el papel, el lienzo, la tabla, la pantalla del monitor, la pared o el cuerpo de una actriz o cualquier actante, la poesía es visual y ultra “concreta” y puede consignarse, como antes, sobre el papel o en el espacio tridimensional…
Digitalia ha penetrado todos los ámbitos artísticos y una suerte de sincretismo plástico globaliza la expresión estética. Todo es válido a estas alturas en que el mercado del arte y los circuitos culturales y comerciales de las grandes metrópolis han extendido sus redes hasta la sofisticación. Pero en esta magna apertura es válida también la concepción del virtuosismo académico, el de “antes”, el que tiene como soportes fundamentales al dibujo, la perspectiva, el claroscuro, el equilibrio, la simetría y el dominio de la figura, particularmente el de la figura humana. En este ámbito se mueve la obra del pintor saltillense Élfego Alor.
II Dueño de una depurada técnica y una destreza inusual, Élfego Alor asimila y sintetiza en su obra el influjo de un pasado clásico e impresionista. ¿Contradictorio? De ninguna manera: lo que llamamos “clásico” desemboca en el impresionismo para luego estrellarse contra las vanguardias, que a su vez lo absorben, lo reconfiguran, lo transfiguran y, a pesar de todo, lo revitalizan.
Aunque pensemos que la actualidad del arte ha abolido para siempre los fundamentos clásicos occidentales, la verdad es que, como declararon Wilde y Nietzsche en su momento, seguimos siendo griegos: nuestra forma de ver la realidad, la vida y el mundo depende del pensamiento presocrático, platónico y aristotélico. Occidente es griego, aunque Nueva York se yerga ahora como la cumbre financiera del orbe.
En esta vertiente que sigue manteniendo viva la concepción grecolatina de la existencia y por ende del arte, Élfego Alor, aquí, en la provincia mexicana, pinta como lo haría un hombre formado en la Academia de San Carlos o en el taller de algún mentor renacentista. Y como el maestro Rubén Herrera lo hizo en su época, Élfego Alor ignora el contemporáneo y exuberante galimatías estético para concentrarse en una pintura ortodoxa pero nunca servil y siempre abierta a algunos vientos posmodernistas.
Digo “posmodernista” porque en la obra de este pintor ex/céntrico hay también mucho de lo que en América Latina entendemos por “modernismo”: Rubén Darío en Europa; en nuestro país, Saturnino Herrán, Julio Ruelas, Ángel Zárraga, por ejemplo. “Arte Nouveau” o “Jugenstil” en otras latitudes: “Modernismo” en el México de entre siglos. Aunque sostiene la misma pasión por la forma y la figura, la obra de Élfego Alor responde, evidentemente, a otras circunstancias.
El artista ha sabido, sin embargo, atender a su propio estilo, condensando la influencia de corrientes y autores admirados. El clasicismo renacentista, el tenebrismo barroco, la austeridad del neoclásico dieciochesco, la precisión idealizada del realismo, la luz impresionista, el lujo del simbolismo y hasta la filigrana bizantina se confabulan en el idioma de Élfego Alor. ¿Rafael, Velázquez, Ingres, Ramón Casas, nuestro Herrán? Ellos, quizás, y aun otros artistas han sido convocados aquí por el pintor.
De este modo el artista ha elaborado su gramática personal, una en la que la figura humana ocupa un lugar protagónico, especialmente la femenina. En torno de ella gira todo lo demás, incluso el hombre, sus paisajes, sus objetos, sus pueblos y ciudades. En la obra de Alor rige “lo eterno femenino”, además de ese “eterno inexpresable” del que habla Goethe en su poema.
Una vista rápida lo comprueba: “Simbiosos”, “Silvia”, “Las Musas”, “Bailarina”, “La profesora de danza”, “Las Tejedoras”, “La instructora de yoga”, entre otras obras. Los varones, lo mismo que la mujer, aparecen regularmente en la edad más vigorosa y bella, aunque aludan a personajes míticos: “Apolo” y “Tiresias”, por ejemplo; y serán siempre hermosos, como efebos atenienses, como el predilecto Ganimedes del Zeus aquilino.
Juventud y hermosura serán los atributos de los personajes del artista. Y aunque la belleza sea una noción bastante relativa, estos personajes ostentarán su tipología y el “divino tesoro” de su juventud, como diría el poeta. Fuera del cuadro esa edad se irá para no regresar jamás, pero dentro de las fronteras del lienzo –o del papel- y en ese mundo hipotéticamente perenne de la plástica, se mantendrá inmóvil e inmune al paso ineluctable del tiempo, al menos hasta que el pigmento se resista. ¿El “síndrome de Dorian Gray”? Tal vez, pero sin asesinato, aunque éste haya sido considerado por Thomas de Quincey como una de las Bellas Artes.
III La figura humana desempeña, digo, un papel estelar en la obra de Élfego Alor. Esa figura será representada, casi siempre, en soledad. No hay multitudes en esta pintura, no hay aglomeraciones, ni de personas, ni de objetos, ni de otros motivos. Ellas están solas, danzan solas, piensan a solas, se ejercitan en la soledad del salón. Dos o tres personajes juntos en el lienzo serán excepciones: “Las Tejedoras”, “Las Musas”.
También ellos permanecen solos, concisamente solos. “Apolo” y “Tiresias” estarán representados respectivamente por dos muchachos y su presencia, dicho en términos cinematográficos, será capturada en primer plano, más acusado en “Apolo” y también –en este caso- más enriquecido por el eco del arte bizantino. Uno invidente y el otro de mirada esquiva: ambos personajes nos miran con otros ojos, los de la plena certeza de ofrecerse a nosotros como seres indiscutiblemente simbólicos.
Porque es inevitable contemplar estas obras sin atender a su carácter emblemático. El pintor pudo echar mano del apoyo de la fotografía, pero el resultado no es precisamente fotográfico, y si a veces parece que lo es, estaremos ante una imagen que trasciende la fiel reproducción y alcanza un estatus diferente, sin menoscabo de la indiscutible capacidad expresiva de la fotografía.
Sí, hay una gran dosis de mímesis en el trabajo de Élfegor Alor, pero esa mímesis, esa imitación de “la realidad” es llevada a territorios en los que el artista puede dotar a sus obras de ciertos elementos propios, no sólo el de ese sentido simbólico que advertimos en su obra, sino también el de digamos “una atmósfera” que convierte cada una de estos cuadros lo mismo en alegorías que en iconos y en metáforas plásticas: ese adolescente que podríamos reconocer entre los transeúntes de las calles saltillenses es Apolo; aquel otro es Tiresias; esas chicas modernas son “las tejedoras”, es decir, las Parcas, las que como hermosas arañas traman el Destino de los humanos.
La destreza técnica permite al pintor coahuilense representar cuerpos, rostros y escasos objetos con una precisión y una delicadeza sólo comparables a las de algunos maestros del clasicismo –de cualquier época-, e incluso de otras corrientes como el simbolismo, el prerrafaelismo británico y cierta etapa del realismo de Courbet o del impresionismo de Manet.
IV Contenida y frugal, la pintura de Élfego Alor se abre ante nuestros ojos como una aparición que nos permite ver la irrealidad de la realidad, esa inmensa paradoja. Sus personajes, rescatados de la vida cotidiana, son lo que representan pero inmediatamente se convierten en símbolos y alegorías. Son ellos y son otros: son ellos y son entes atávicos, entes que representan cosas milenarias, cosas que forman parte de nuestro imaginario y de ese “inconsciente colectivo” que acuñó Jung.
Por eso, aunque el artista sea capaz de pintar su individual psicología, nos reconocemos en ellos. Quizá deba decir: justamente por esa razón nos reconocemos en ellos. La bailarina, las tejedoras, las mujeres simbióticas, Silvia, la profesora de danza y las Musas representan “lo eterno femenino”; lo hermético, sí, pero también lo propio de la más íntima humanidad. Los adolescentes, a pesar de ser reconocibles en la vida ordinaria, se ven transfigurados en el lienzo: sus rasgos, su iconizada psiqué y su virtualmente ascética gesticulación nos alejan de ellos, y al mismo tiempo, nos acercan a aquello que representan.
“Trato de retratar algo más que una simple reproducción. Trato de reflejar la psicología de las personas o los personajes que las personas representan. Me imagino una escena, como el cuadro de ‘Las Tejedoras’. Lo visualicé durante mucho tiempo, y buscaba a dos personas, cuando las encontré hice una sesión de foto exhaustiva y trabajé en base a ellas”, dijo el pintor a la periodista Argentina Barrientos, en una entrevista publicada en este diario el pasado 21 de noviembre (Sección “Artes”).
Como otros lienzos de Élfego Alor, “Las Tejedoras” es un óleo casi monocromático: en una composición piramidal, dos bellas jóvenes elaboran, sentadas una junto a la otra, no sé qué coreográfica red; en su entorno lo único que brilla es la carne de sus brazos, sus rostros, los pies de una de ellas, y un poco menos, el fondo grisáceo y neutro de un cielo lúgubre sobre el que destacan las figuras; la negra vestimenta de ambas se confunde y pareciera ser lo mismo un actual vestido de noche que una fúnebre túnica griega. ¿Una variación del mito combinada con un “nocturno” de Whistler, acaso? Armonioso en el sentido musical de la palabra, el triángulo que estos cuerpos femeninos construyen en el lienzo parece lo que es: música tangible, música para ser escuchada con los ojos; un adagio quizás, un adagio funesto.
V Triste y a veces subterráneamente tormentosa, la obra de Élfego Alor parece, también, un autorretrato múltiple: hay esquirlas del pintor en cada uno de sus cuadros. “Cuando contemplo tu cuerpo extendido / como un río que nunca acaba de pasar…”, dice Vicente Aleixandre en un poema. Así nuestro artista nunca acaba de pasar por el cauce de sus lienzos, por el lecho de su propio río inventado. La obra de todo artista siempre es, al fin de cuentas, un autorretrato y un retrato de su época.
En la zozobra de “Las Musas”, en el oro circular de “Silvia”, en el –por alguna triste razón- elusivo “Apolo”, en la inexorable tarea de “Las Tejedoras” y en todas sus obras el pintor ha estampado no sólo su industria pictórica, también ha dejado consignados su interrogación, su angustia, su dolor, su incertidumbre, lo mismo que la parcela de felicidad que el arte le ha rentado. Y en todo ello vamos nosotros, los que, desde este lado del espejo, somos protagonistas de la misma obra.
De la entrevista de Argentina Barrientos antes citada: “Sus personas [las de Élfego Alor] llegan de muchas formas. A algunos los conoce casualmente, a otros los ve en la calle y les pregunta si desean posar. Yo les llamo dibujables o pintables, con una personalidad excéntrica o con rasgos muy marcados y poco comunes, más que nada busco una actitud, aseguró [el pintor].
“Una actitud”, dice el artista. Y eso –una actitud plástica- es lo que marca su posición como pintor. Los estilos y las corrientes son cíclicos o finitos e irrecuperables; pueden, como afirma Arnold Hauser, competir entre sí durante décadas o siglos, pero pareciera que en las artes y en la humanidad dos oscilantes tendencias distribuyen su respiración: según Friedrich Nietzsche, Dionisos y Apolo representan tales tendencias o impulsos (“El origen de la tragedia”). Élfego Alor logra mantener su actitud entre ambas esferas con la destreza y la habilidad de un equilibrista consumado: un pintor lírico, un poeta clásico de la pintura contemporánea.
Su trabajo puede ser visto en la recién inaugurada Galería-Café Albricci de Saltillo. Imposible perderse la ocasión de contemplar, reunido, un buen número de obras de este artista nuestro. Larga vida a esta Galería, que airea un poco el ambiente institucional de la cultura en esta ciudad.
¡No te lo pierdas! Obras de Élfego Alor
Lugar: Galería Albricci (Allende Sur 101)
Horario: 11:00 a 23:00 horas
Entrada Libre