“La Celestina” o De la Ingratitud
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Nuestro colaborador nos habla hoy sobre su visión de ‘La Celestina’, tragicomedia a la que él considera un “tratado literario de la condición humana” que refleja todo sobre nosotros.
Ingrato es quien niega el beneficio recibido;
ingrato quien lo disimula; más ingrato el que no lo restituye;
pero de todos, el más ingrato es quien lo olvida.
Séneca
“La tragicomedia de Calisto y Melibea” o “La Celestina”, como se dio en llamar a esta obra que, hacia los últimos años del siglo XV, cierra las puertas literarias de la Edad Media en España, es un cofre de las maravillas o una caja de Pandora, según se la mire, lea o interprete.
Vigente hasta el dolor, en “La Celestina” desembocan varios tópicos y temas que habían venido enriqueciendo la poesía, el arte y la cultura de la Baja Edad Media española y europea. Aquí se dan cita algunos aires del “amor cortés”, de la poesía trovadoresca, de pasiones amorosas anunciadoras del romanticismo, del “locus amoenus” [lugar agradable], del “vanitas” [vanidad de vanidades…] y del “tempus fugit” [la fugacidad del tiempo], entre otros.
La influencia del Arcipreste de Hita y de su “Libro de Buen Amor” -siglo XIV- resulta evidente, sobre todo en ese turbio y seductor personaje –como la Trotaconventos- que es la Celestina, ésa que “tenía seis oficios, conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de haber virgos, alcahueta y un poquito hechicera. Era el primer oficio cobertura de los otros…”, dice al joven y enamorado Calisto su criado Pármeno, previniéndolo de Celestina, que nada tiene de celeste, por cierto.
Es de suponer que todo el mundo conoce la trágica historia de estos amantes ante los cuales uno ignora si la pasión surgida entre ambos fue, en efecto, artilugio de la vieja hechicera o pura alquimia de Eros y Cupido. El hecho es que, de una escena a otra, por así decirlo –pues aunque la obra está conformada por veintiún actos, no hay indicaciones de cambios de escena o de cuadro-, la antes inaccesible Melibea se entrega en cuerpo y alma a Calisto, ya en el “catorceno auto”, todo un apasionado joven escalador de tapias.
Novela dialogada o teatro novelado, “La Celestina” no tiene desperdicio desde ningún punto de vista: es un documento histórico que da fe de los usos y las costumbres de una época, un deslumbrante mural lingüístico, una suerte de alegórica “moralidad”, un nutrido catálogo de las pasiones humanas y una nómina no menos rica de caracteres.
La hipocresía, la ambición, la zalamería, la traición, la maledicencia, los celos, el erotismo, la muerte: todo lo humano parece compendiado en este tratado literario de la condición humana.
Celestina engaña a Calisto, a Melibea, a la madre de ésta y a cuantos conoce; los criados de Calisto engañan a su amo y finalmente lo traicionan para después asesinar a Celestina; las entenadas de la vieja hechicera son dignas caricaturas de su maestra y mariscala; Melibea traiciona por amor la confianza que sus padres -Pleberio y Alisa- depositaron en ella; Calisto muere de una estrepitosa caída luego de un mes de disfrutar de la clandestina pasión de su amada, en los jardines interiores de su casa –la de ella-, junto a aquella tapia…
Nadie habla en la realidad real como se habla en “La Celestina”, ni siquiera los criados. Pero eso ya lo sabemos: la literatura, el arte todo, es un artilugio en el que podemos convenir para disfrutar y aprehender algo de él. En una primera lectura puede sorprendernos el hecho de que Sempronio, sirviente de Calisto, hable casi como lo haría un filósofo y cite nombres de pensadores célebres. La misma Celestina discurre en un estilo sofístico y deliberadamente alambicado; un estilo tan astuto, socarrón y delicioso que seguro resultaría fascinante y cautivador a cualquiera que la escuchase.
He aquí una mínima muestra del código celestinesco. Enseguida ella habla a Sempronio: “No hay cirujano que a la primera cura juzgue la herida. Lo que yo al presente veo te diré. Melibea es hermosa, Calisto loco y franco; ni a él penará gastar ni a mí andar. ¡Bulla moneda y dure el pleito lo que durare! Todo lo puede el dinero; las peñas quebranta, los ríos pasa en seco; no hay lugar tan alto, que un asno cargado de oro no le suba. Su desatino y ardor basta para perder a sí y ganar a nosotros. Esto he sentido, esto he calado, esto sé de él y de ella; esto es lo que nos ha de aprovechar…” (Tercer auto).
Una vez echada a andar “la aparatosa máquina del mundo” celeste, quiero decir, celestinesco, todo será “duelos y quebrantos”. El cordón con el que Melibea ajusta su cintura será entregado por ella misma a la vieja hechicera, que lo salpicará con sus malignos conjuros hasta hacer caer a la joven, rendida de amor, en brazos de Calisto.
Entretanto, la cohorte de personajes anticipadamente goyescos danzará su
danza macabra entre proverbios populares, arcaísmos, “sabias máximas morales” y desternillantes sofismas. Todos, salvo los padres de Melibea y Lucrecia, su sirviente, y dama de compañía de la hermosa: dos mundos que colisionan gracias a la hechicería o el sino.
Como ante muchas otras tragedias, comedias o “tragicomedias”, uno queda siempre cuestionándose quién mueve los hilos de estas marionetas tan semejantes a las humanas, quién dispone de sus vidas, quién juega así con ellas. ¿Qué ingratitud paga cada uno para ir a dar justo al pie de su propio cadalso? Pero ¿por qué hablar de ingratitud y de destino en “La Celestina”?