La Flor y el Canto
COMPARTIR
TEMAS
Nuestro colaborador reflexiona sobre la intromisión de la Conquista Española en la cultura prehispánica que vemos a distancia
Así lo dejó dicho Tochihuitzin,
así lo dejó dicho Coyolchiuhqui:
De pronto salimos del sueño,
sólo vinimos a soñar,
no es cierto, no es cierto
que vinimos a vivir sobre la tierra.
Tochihuitzin Coyolchiuhqui
Pasmo e ira son las emociones que aún nos cimbran cuando admiramos el arte prehispánico, todo aquel cosmos destruido aquí por los conquistadores españoles en el siglo XVI. Si los restos que dejaron más o menos vivos su rapiña y su histérico fanatismo supuestamente religioso nos parecen sorprendentes, algo se sacude dentro de nosotros cuando imaginamos todo lo que fue deshecho para siempre.
Aunque muchos consideran “rebasado” e “insuficiente” el gran libro de Octavio Paz –“El laberinto de la soledad”-, cuánta razón tiene el poeta cuando habla de una herida que no ha cicatrizado en nosotros, la de esa Conquista. Y a pesar de que muchos se atreven a calificar a Paz de “poeta sobrevalorado”, me gustaría saber cuántos de esos sabihondos de antro podrían pensar y escribir un ensayo como éste o como “El arco y la lira”, o un libro de poemas como “Libertad bajo palabra”, para mencionar sólo unos cuantos títulos.
Evoquemos cualquier museo, o colección privada de arte prehispánico, algún museo de sitio, o zona arqueológica, la reproducción de códices, de cerámica, de escultura y de utensilios cotidianos de las diversas culturas que se asentaron y se desarrollaron en Mesoamérica desde los toltecas y los teotihuacanos hasta los aztecas o los mayas. Cuánta riqueza cultural y vida perdida en el hipotético nombre de una fe y en el de una corona efímera.
Hoy es fácil admirar casi todo esto gracias a la ilusión de la Internet: el Gran Templo Mayor, las pirámides, el espeluznante horror que produjo Coatlicue en el siglo XVIII, los murales de Bonampak, el calendario azteca, Teotihuacan, esculturas que representan a Xochipilli o a Coyolxauhqui, los códices Borgia, Borbónico, de Dresde y otros más, los atlantes de Tula, las cabezas olmecas, las caritas sonrientes de Veracruz y otros vestigios extraordinarios. “Ubi sunt?” [¿Dónde están?], preguntaríamos con el poeta latino. “Fugit irreparabile tempus” [Huye el tiempo irreparablemente], contestaría Virgilio.
Pero para las culturas prehispánicas, como para muchas antiguas culturas, el Tiempo es cíclico. ¿Qué pensó, que sintió Moctezuma al verse cercado por Cortés, sus soldados y sus aliados indígenas, enemigos de los mexicas? ¿Qué aquello anunciaba el principio de otro ciclo y que para eso era necesaria la hecatombe? ¿Por qué haberse postrado ante el intruso y su horda? ¿Por qué haber despertado su ya bastante espabilada ambición obsequiándolo con fastuosos regalos?
Hay que leer, al menos, la “Segunda Carta de Relación” de Cortés y el Capítulo LXXXVIII de la “Historia verdadera de la Conquista de la Nueva España”, de Bernal Díaz del Castillo, para contemplar, atónitos, lo que fue la gran ciudad de Tenochtitlan y asistir al encuentro entre Cortés y Moctezuma. El primero, acompañado por su “escuadrón” y, claro, por Doña Marina -La Malinche-; el segundo, por su séquito. Es necesario leer e imaginar históricamente muchas, muchas cosas para tratar de entender todo esto, si es que alguien es capaz de entenderlo.
“Si la Chingada –escribe Octavio Paz- es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es doña Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al Conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y complementarios. Y si no es sorprendente el culto que todos profesamos al joven emperador —"único héroe a la altura del arte" [López Velarde], imagen del hijo sacrificado— tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche…”
Ofrezco una disculpa por esta larga cita, muy conocida. En aquel célebre debate, Carlos Monsiváis acusó a Paz de expresar ideas excesivamente “generalizadoras”, a lo que el poeta respondió que el cronista no era sino un hombre “de ocurrencias”. La interpretación simbólica de Paz me parece esclarecedora y subterráneamente actual: nosotros somos hijos de ese conflicto trágico –mestizo ya- sin aparente solución. ¿Qué hacer cuando nos sabemos “hijos de la Chingada”? ¿Habrá algún psicoanalista que pueda atender un caso extremo y colectivo como éste?
Ignoro si existe tal eminencia, pero muchos conocemos, o debiéramos conocer, la poesía náhuatl, tan estudiada y traducida por personajes como don Ángel María Garibay, Miguel León-Portilla y José Luis Martínez, entre otros. A ellos –y a fray Bernardino de Sahagún y más misioneros empeñados en rescatar lo que pudo quedar del genocidio y la aniquilación- debemos estos vestigios de lo que para nuestros ancestros significó “la Flor y el Canto”: textos poéticos cuyo sentido es comparable al de las más hondas tragedias de Esquilo y de Calderón o al más antiguo poema metafísico. Dice así Nezahualcóyotl:
Se acercó aquí. / Hace giros la tristeza / de los que en su interior viven… / Meditadlo, señores, / águilas y tigres. / Aunque fuerais de jade, / aun allá iréis, / al lugar de los descarnados… / Tendremos que desaparecer. / Nadie habrá de quedar.