Rulfo, tragedia, polvo
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Para mi King Real
La realidad nos resulta dolorosa. Esta es la causa
por la cual suprimimos de nuestra conciencia
tantas de nuestras reacciones ante sus ofensas…
Eric Bentley
“La Vida del Drama”
La lectura y la reflexión en torno de la obra literaria de Juan Rulfo me han conducido al Romanticismo alemán e inglés y a la Tragedia griega. ¿Por qué? Quizá por aquello que algunos llaman “atmósfera” y también por lo inextricable del destino humano. En Rulfo mucho deviene “atmósfera” o surge de ella, así en “Luvina” o en “El Hombre” -cuentos del libro “El llano en llamas”- como en su arcana novela “Pedro Páramo”.
He regresado a “Frankentein”, a “Drácula”, a Hoffmann y a Esquilo y a Sófocles. La obra de Rulfo ha propiciado la vuelta a estos autores y obras; acaso el propio inconsciente se ha visto impelido hacia los narradores –y los poetas- que desde la primera lectura dejaron su luminosa impronta en mi formación, ésos a quienes se acude con frecuencia, pues se los encuentra tan vigentes, tan vibrantes como muchos contemporáneos.
Es sabido que los influjos de Rulfo son muy otros: Faulkner, Dos Passos, los narradores escandinavos… La crítica y él mismo han subrayado su importancia. No será necesario detenerse en esto: es de sobra conocido. Quisiera atender a la inquietud, a la zozobra que provoca en muchos lectores una obra tan breve como intensa y más compleja de lo que a simple vista parece.
Pero habrá que emprender un rodeo para darse a entender, por eso pergeñaré algunas ideas sobre Esquilo. Quizá en otra ocasión pueda hacerse lo mismo con la novela de Mary Shelley, la joven esposa del poeta inglés Percy Bysshe Shelley, y con la narración de Bram Stoker, contemporáneo y amigo de Oscar Wilde. ¿Alcanzarán el tiempo y mis luces para tanto, y para sumergirme, luego, en la materia ficcional de Rulfo?
Una trilogía trágica -la “Orestiada” u “Orestea”- es la única que ha llegado completa hasta nosotros. Se compone de “Agamenón”, “Las Coéforas” y “Las Euménides”. El tema clave de todas ellas es la justicia, pero como en toda la tragedia ática, el telón de fondo es múltiple; múltiple, aunque finalmente, único: en esa inmensa pantalla del drama, en ese enorme friso fantasmático, no se representa otra cosa que el sino de los seres humanos, aquello que la vida hace con nosotros o aquello que nosotros hacemos de nuestra vida. ¿De qué otra manera formularlo?
Se supone que en la tragedia sólo suceden grandes cosas a los grandes personajes. Cuestión de época y de concepción del mundo y de la sociedad, pero no hablemos de eso ahora. Hablemos del dolor, centro y delta de la tragedia y de la humanidad. Cualquiera puede identificarse con el dolor, así se trate de un Rey de la Antigüedad o un mendigo actual, de un primer ministro contemporáneo o de una prostituta de humilde categoría en la Pompeya anterior a la catástrofe. Al final, todos terminamos por saber que, habiéndolo querido o no, pagamos muy caro la escandalosa sorpresa y al mismo tiempo la celeste indiferencia de haber nacido. Nos lo enseñan la vida y la poesía; la “Danza General de la Muerte”, digamos, “Lo fatal”, de Darío, o las últimas palabras que Cesare Pavese escribió en su Diario antes del suicidio.
En el principio del “Agamenón” de Esquilo el Coro de ancianos exclama: “Zeus, quien quiera que sea, si así le place ser llamado, con este nombre yo lo invoco.” Y añade: “Ninguna salvación me puedo imaginar, al sopesarlo todo con cuidado, excepto la de Zeus, si esta inútil angustia debo expulsar de verdad de mi pensamiento…”.
Por mucha traición que podamos encontrar en esta traducción –en el presente caso, de B. Perea para la Biblioteca Gredos, 2014-, el mínimo fragmento que he transcrito de esta primera intervención del Coro, no puede calificarse sino de impresionante, por varias y demenciales razones. Pero antes me parece necesario hacer una sugerencia: no leamos esto –no leamos nada- desde una perspectiva meramente académica o escolar, al menos no desde esa “academia”, desde esa escuela envarada, pedante y burocrática que conocemos. Podemos leer con la inteligencia y con el corazón: para eso no se necesita ni ser universitario ni ser Doktor.
“Zeus, quien quiera que sea…”, dice el trágico, cinco siglos antes de Cristo. Estas palabras pertenecen al poeta dramático más solemne y mayestático que de la antigua Grecia el tiempo nos dejó conocer. Sus obras están más cercanas al “ritual” que al teatro en el sentido moderno de la palabra, por eso el Coro ocupa un lugar capital en ellas. Y precisamente a ese sentido de “lo ritual” y “lo mítico” apelarán muchos poetas dramáticos ulteriores: Antonin Artaud, Michel Ghelderode, Fernando Arrabal, entre otros.
He aquí, pues, “el problema de la Divinidad”. No es necesario citar a Aristóteles, quien en su “Poética” disecciona la anatomía de la tragedia y un poco de la épica. Demasiadas diatribas ha producido la interpretación de este cuaderno de notas -que se hizo público acaso sin la autorización del filósofo- como para traerlo a cuento en esta simple nota periodística. Porque la “Poética” es eso: un brillante cuaderno de notas que Aristóteles no alcanzó ni a completar ni a pulir.
En esta trilogía y en toda la tragedia griega se lanzan los dados sobre el tapete de piedra del foro: ¿quién dispone del acontecer humano y del cosmos?, ¿quién y bajo qué designios ordena los sucesos de principio a fin?, ¿quién juega con nuestra vida y nuestro sino como un niño con sus juguetes? La arquitectura, la trama y el artilugio trágicos se deben, por supuesto, al genio del artista, pero ¿de dónde esta “mímesis”, al fin y al cabo? Más acá de los tecnicismos y las destrezas del oficio, ¿por qué este drama?, ¿quién mueve, y para qué, este gran teatro del mundo?
“Porque Zeus puso a los mortales en el camino del saber, cuando estableció con fuerza de ley que se adquiriera la sabiduría con el sufrimiento. Del corazón gotea en el suelo una pena dolorosa de recordar e, incluso a quienes no lo quieren, les llega el momento de ser prudentes. En cierto modo es un favor que nos imponen con violencia los dioses desde su sede en el augusto puente de mando”, cantan los ancianos poco después de la intervención antes citada.
“Se accede a la sabiduría gracias al sufrimiento”: Zeus estableció esta ley pedagógica con la fuerza de su poder divino, dice Esquilo a través del Coro. Si cambiamos el nombre de Zeus por el de otra divinidad, o si nos abstenemos de mencionar cualquier divinidad, la sentencia no perdería su poder, muy actual aún. Hoy decimos: “nada es gratis” o “nada se realiza sin esfuerzo”. Ahora bien, la sabiduría es un asunto bastante delicado.
Desde el punto de vista de la forma, “la tragedia es, en definitiva, un coral que a ratos se interrumpe para dar lugar al diálogo de coros y actores (salidos del coro)”, afirma F. Rodríguez Adrados. Pero el origen, la constitución y los entresijos éticos, políticos, metafísicos y evidentemente teológicos de esta creación dramática griega no se agotan ni siquiera en un gran estudio como “El nacimiento de la tragedia”, de Nietzsche. Por ejemplo: la función del Coro –su sustancia métrica, su desempeño caracterológico- sigue siendo, entre otros, un complicado desafío para cualquier interesado en estos menesteres.
Pienso en el coro de voces que hablan en “Pedro Páramo”, en la irrupción de ciertos murmullos que complementan lo que otros dicen. Pienso en esos seres virtualmente olvidados que habitaron pueblos igualmente olvidados y sólo recuperados gracias a la memoria y a la prosa magnífica de un rapsoda esquivo. Sombras elocuentes y polifónicas, los muertos hablan en coro: cada una de sus palabras se desmoronan en el aire y regresan a formar parte del polvo que ya no pisan. Leemos en el polvo, somos polvo; polvo enamorado quizá, diría el poeta.