Una historia con final feliz
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¿Cuántos años tenía don Zenón? Lo ignoro. Cuando le sucedió lo que voy a contar andaría quizá por los 60 años, sobre poco más o menos.
Era viudo. Su esposa se le murió hacía mucho tiempo, y él no se había vuelto a casar. Sus hijos le decían (sus hijas no):
-Cásese, ‘apá.
Y él respondía:
-No, pa’ qué. Ya tengo un perro que me gruñe.
A nadie daba molestias don Zenón. Él mismo se lavaba su ropa, y planchaba con destreza los gruesos pantalones de caqui y las camisas de lo mismo. Aprendió a hacerse de comer, y cuando se enfermaba iba con un doctor a quien conocía, y que le cobraba poco. A nadie daba molestias don Zenón. Era un buen ejemplo de aquel viejo refrán de España según el cual el buey solo bien se lame.
Pero un día sucedió lo que tenía que suceder. ¿Quién puso así las cosas, Dios o el diablo? A veces resulta muy difícil distinguir los territorios de los dos, o separar sus obras. El caso es que cierto día vio don Zenón a una muchacha en el mercado, y ella lo miró a él. Ya era hombre grande don Zenón, según lo dije, pero no estaba maltratado, y cuando se arreglaba para salir no se veía mal. En su barrio más de una señora viuda y dos o tres señoritas quedadas le habían tendido habilidosos lazos que él ni siquiera vio, por lo cual se libró de ellos. Pero sí vio a aquella joven que al pasar lo miró de ladito, y hasta -le pareció a don Zenón- como que le sonrió.
Qué cosa son los ojos, pensaba al día siguiente don Zenón. Nos ponen algo en el celebro y ya no se sale de ahí. Se le quedó grabado el rostro de la muchacha; lo miraba a cada paso, como si la tuviera enfrente. ¡Qué cosa son los ojos!
Dos o tres días pensó en ella. Al cuarto día fue al mercado a ver si se la hallaba otra vez. No la encontró, y eso que recorrió los dos pisos: el de abajo, de abarrotes, telas y calzado, y el de arriba, de verduras y carnicerías. Ni señas.
Al día siguiente salió de su casa, y sin darse cuenta sus pasos lo llevaron al mercado. Qué raros son los pieses, meditó don Zenón. Más raros que los ojos. Lo llevan a uno a donde quieren. ¿Qué tenía él que hacer en el mercado? Nada. El mandado lo había comprado ya. ¿A qué iba al mercado, entonces? Qué raros son los pieses.
En eso iba pensando el hombre cuando miró dos ojos que lo miraban, y una boca que le sonreía. Era ella. Pasó a su lado, como la otra vez. Y ahora sí don Zenón ya no dudó: la muchacha se había sonreído.
¡Qué cosas! Don Zenón no lo podía creer. Él, tan mayor, y ella tan joven; y sin embargo lo había mirado y se había reído con él como con un muchacho. La siguió. Ella iba por los pasillos aprisita, parecía que ni pisaba el suelo. Al dar vuelta para tomar el otro corredor lo vio, y se dio cuenta de que la seguía. Y otra vez lo miró, y otra vez le apareció en los labios aquella sonrisita que casi no era, pero que se notaba. Él sintió que se le salía el corazón. Qué cosas tiene el corazón, pensó. Cosas más raras tiene que los ojos y los pies.
(Continuará mañana. Y mañana acabará. Las historias de amor siempre terminan pronto).