Una historia de la Arteaga de ayer
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Va de historia, aunque esto no suene tan a verdad como cuando se dice “va de cuento’’. Eran aquellos años en que empezaban a campear las novísimas Leyes de Reforma. En ese tiempo la Presidencia Municipal de Arteaga se componía de tres personas: el alcalde, que lo era don Antonio Dávila Peña; el secretario del Ayuntamiento, don Jesús Cárdenas y un gendarme. Este último cargo, el de la vigilancia, era desempeñado en forma alternada por dos ciudadanos: don Marcial el cuetero y don Francisco Morales.
El puesto de Presidente Municipal era honorífico: no percibía el alcalde ningún sueldo. El señor Cárdenas, eterno secretario, ganaba dos reales cada día y la ración. “La ración’’ consistía en dos almudes de maíz y uno de frijol por semana. El policía municipal cobraba un real diario y la ración. Por eso la esposa de don Antonio, Cuquita Valdés, le decía cada vez que lo nombraban alcalde nuevamente:
-Mire, don Antonio: mejor agárrela de gendarme, porque el gendarme gana y usté de Presidente ni buscas tiene.
Don Jesús Cárdenas, el secretario, fue seminarista. A punto estuvo de ordenarse; ya andaba en teologías, pero le sucedió ir a Arteaga a la fiesta patronal, y ahí una palomera de rubias crenchas y cara de manzana fijó en el una mirada azul. Ahí se le olvidaron los latines al futuro luminar de la Iglesia; ahí renunció tácitamente a las sagradas órdenes y decidió seguir otras profanas, las que nos da la esposa y acatamos.
A don Chuy, conté antes, lo agarraron los soldados de la Federación junto con el alcalde don Antonio porque se les olvidó recordar a los héroes de nuestra Independencia un cierto 15 de septiembre. Los sacaron a las afueras de la Villa, entonces muy adentro, y les pusieron en el lomo un competente suministro de cintarazos, golpes dados con el plano de la espada. Desde ese día no sólo ya no se le volvió al señor Cárdenas celebrar el Grito, sino que a más lucía en los días patrios una enorme banda tricolor que le cubría toda la extensión del pecho y de la panza. Con eso se protegía de nuevas incursiones soldadescas. Por dentro, sin embargo, don Chuy seguía siendo católico ultramontano. Jamás perdió las costumbres, los usos adquiridos en largos años de escribiente en la notaría de la Parroquia. Se vestía de republicano aquel don Chuy, pero in pectore seguía reverenciando al trono y al altar.
Don Francisco Morales era el guardián del orden público. Entonces no había mucho que guardar: el vecindario era pacífico de suyo, y el único gendarme de la Villa servía sólo de amigable advertencia y símbolo del poder municipal. Su más notorio despliegue de violencia acontecía una vez al año, y consistía en varios tiros de su pistola disparados al aire, con miedo de los chiquillos y soponcio de niñas casaderas, en la ceremonia del Grito de la Independencia.
Este don Panchito se había casado con una mujer muy recia, doña Inés, a la que no asustaban la pistola de su consorte ni sus bigotes fieros. De igual a igual sostenía con él épicas reyertas conyugales, en ese tiempo cuando las esposas eran como sumisas hijas del marido, al que llamaban “mi señor’’. No así aquella tremenda doña Inés. Desde la partición hasta el estanque de La Cruz se oían sus grandes voces y dicterios, mayores aún y más sonoros que los de don Francisco. Sí él le decía cabra ella le aumentaba el tamaño. Si él le levantaba una mano ella le alzaba dos. Se adelantó a la liberación femenina doña Inés. Un malhadado día su esposo le dio un empellón en la cocina. Doña Inesita le quebró en la cabeza un gran comal de barro y luego le echó el kepí al fogón, con lo cual la prenda quedó como sollamada y algo llena de tizne. Así la trajo ya don Pancho para siempre pues no había en el erario público presupuesto para un nuevo kepí.
Como remate de cada pleito conyugal doña Inés le decía a su esposo unas palabras, las mismas siempre:
-Mira, Pancho: cuando te mueras ni creas que te voy a guardar luto. Me voy a poner un vestido blanco y me voy a sentar en la puerta de la casa a comerme real y medio de naranjas, y no me voy a meter hasta que me las acabe.
Real y medio de naranjas, lo digo aquí para debida constancia, era un huacal bastante grande.