Ahora sí, muero con gusto
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Cuenta don Carlos María de Bustamante -que recogió esta narración del periódico “La Abeja de Chilpancingo”- que cuando Rayón atacó el campo llamado del Grillo para acercarse a Zacatecas, hubo necesidad de emplear un cañón pequeño a fin de hostilizar a las fuerzas que oponían resistencia al avance de los insurgentes. Los artilleros no podían disparar el tal cañón, pues tenía la cureña destrozada, y sólo se disponía del tubo. Un soldado anónimo, entonces, ofreció servir como cureña o apoyo del cañón. Se puso a gatas, sobre su espalda fue atado el tubo con recias cuerdas, y así los artilleros pudieron disparar el cañón. La fuerza tremenda del retroceso derribó al heroico combatiente con la columna vertebral hecha pedazos. La agonía del infeliz no asustó a un compañero suyo, igualmente desconocido, que pidió sustituirlo y servir él también como cureña. Sin embargo, más precavido, hizo que antes de que le ataran el cañón le envolvieran la espalda con mantas y frazadas para atenuar siquiera en parte el rigor del retroceso. El nuevo disparo surtió el efecto deseado y los insurgentes pudieron avanzar. Tendido en tierra el primer soldado, agonizante, preguntó con voz desfallecida:
-¿Qué tal? ¿Surtió efecto el tiro que se disparó sobre mis espaldas?
-Sí -le respondieron-.
-Pues bien -dijo-. Ahora muero con gusto.
Y en seguida inclinó la cabeza y expiró.
No falta quienes afirmen que esta otra narración es tan apócrifa como muchas de las que cuenta Bustamante en su Historia. Dicen que don Carlos María suplía con imaginación lo que le faltaba en rigores de verdad. El Pípila con su encendida tea, la Guanajuateña con su bacín de orines para enfriar cañones, este otro soldado a quien se llama Juan Cureña, todos, señalan los incrédulos, son personajes inventados, leyendas hermosas, si se quiere, pero falsas.
Yo, que no soy historiador, me conmuevo con algunas de esas narraciones, y más me inclino a recogerlas con amor que a rechazarlas despectivo diciendo sin más que son mentira, con severidad implacable de Dracón. Oi esas narraciones en los lejanos días de la escuela primaria. Después de leernos en el “Corazón, diario de un niño”, de Amicis, aquellos cuentos transidos de fervor patriótico: “El pequeño patriota paduano”, “El tamborcillo sardo”, “El pequeño vigía lombardo’’, nuestro maestro de sexto año de primaria, profesor César González Carielo, de mi escuela Anexa a la Normal, tan joven, tan bueno, tan querido, tan malogrado porque murió en aquellas vacaciones después de terminar el curso con nosotros, nos contaba las historias insurgentes del Pípila, de Juan Cureña, del Niño Artillero, y para nosotros, que amábamos a México con amor de niño -como deberíamos amarlo ahora- sus relatos nos sonaban igual que cantar de gesta, y nos conmovían, y nos hacían sentirnos orgullosos de pertenecer a una estirpe que había dado hombres, mujeres y niños como aquéllos.