Alameda que fue
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En la Alameda muchos dimos nuestro primer beso. Varias veces.
La penuria municipal favorecía los amores, pues las farolas estaban apagadas siempre, y sólo había un gendarme para cuidar que las parejas no se emparejaran demasiado. Los novios de posibles estacionaban sus automóviles en el lado poniente del hermoso parque, y ahí se entregaban a los deliquios amorosos, hasta que llegó el gobernador don Braulio a ocupar la casa que fue de don Benecio López Padilla, esquina de Cuauhtémoc y Madero, y entonces don Jesús R. González, excelente alcalde, emitió una drástica prohibición para evitar el estacionamiento ahí.
¿Quién no tiene recuerdos de amor en la Alameda? Por ahí pasaron todos los enamoramientos de Saltillo. En la Alameda los poetas escribían versos. Estoy mirando ahora la figura doliente de Felipe Gámez y Ríos, llamado por su aspecto místico El Abate Gámez, de traje negro, astroso, y de melena hirsuta. Va con lento andar por un andador de la Alameda; lleva un cuaderno en una mano y un lápiz en la otra. Se detiene de pronto y escribe apresuradamente. Luego lee lo que acaba de escribir, y tacha o deja. Vuelve sobre sus pasos, y a poco se detiene de nuevo y escribe más, y más.
-Es un poeta -le dice alguien al niño que soy yo. Y el niño mira con admiración a ese hombre que parece un pordiosero, y que sin embargo está tocado por el dedo de Dios, pues es poeta.
La Fuente de las Ranas... Es como un dejo de Sevilla en un lugar que ningún sevillano sabe dónde está. Tiene traza morisca; sus azulejos eran lujo peregrino en la ciudad de adobe. Por la boca de las ranas salía un gluglú de agua, y con ella formaba un leve espejo que retrataba la copa de los árboles. Un día seis o siete muchachos normalistas se descalzaron, entraron en la fuente y jugaron a mojarse unos a otros. Entre ellos estaban el hijo del gobernador y el hijo del director de la Normal. El director de la Normal, que era Chuy Perales, expulsó 15 días de la escuela al hijo del gobernador y al hijo del director de la Normal.
Centro Alameda, fuente de sodas... Ahí había una radiola que tocaba “Amor perdido”. La canción, pecaminosa, era el himno de los congales. Todas las criadas de Saltillo cantaban también esa canción. La criada que ahora miro en el recuerdo la está cantando en voz bajita mientras plancha. En voz bajita, sí, pues la señora de la casa es de la Acción Católica y le tiene prohibido que la cante. Si la señora se acerca la criada hace como que está cantando: “Altísimo Señor / que supisteis juntar / a un tiempo en el altar / ser cordero y pastor...”. Pero cuando la señora se retira la criada vuelve a la canción que del corazón le sale, y de la pena: “Vive tranquilo. No es necesario que cuando tú pases me digas adiós...”.
Otra vez el memorioso ha oído el gluglú de ayer, y ha mirado otra vez el claro espejo. Los árboles que en el agua se reflejan no son los mismos árboles, ni el cielo que se mira es ya tan azul cielo. Tampoco el que recuerda es ya el mismo. Pero ha llegado solo hasta la fuente, cuando no había nadie, y al recordar fue el mismo de antes. Se detuvo un momento. Las memorias se le salieron del corazón, cayeron como guijarros en la fuente y formaron en ella círculos concéntricos. El que recuerda se puso triste por un instante; un instante nada más. Luego el gluglú del agua lo volvió a la vida, y miró en ella nuevos novios, y oyó una canción nueva, y se alegró pensando que todo vuelve a ser, que quizá todo ser vuelve.