Aquel poeta que fue
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José León Saldívar llegó a Saltillo -creo- al final de los años cuarentas del pasado siglo. Venía de un mineral zacatecano. Era hombre joven, de buena presencia, musculoso. Su tez algo morena; los ojos negros y profundos; despejada la frente; los labios finos y la nariz un poco chata. Tenía voz sonora y melodiosa, sobre todo cuando leía versos. Durante algún tiempo dio clases en el Ateneo. Se supo que había sido barretero en las minas de su tierra; boxeador -de ahí la nariz roma-; comerciante; redactor de revistas y periódicos... Pero por encima de todo era poeta.
Sus primeros versos no eran muy buenos. Con ayuda de amigos publicó un libro lamentoso y lamentable que se llamó “Nocturnos”. Yo lo tengo, pero preferiría no tenerlo, porque en él ni siquiera se anuncia el gran poeta que Saldívar llegaría a ser. Uno por uno vendió ese libro el escritor. Lo imagino visitando, en el pequeño Saltillo de aquel tiempo, a comerciantes, banqueros, industriales y gente del Gobierno para pedirles que por favor le compraran aquel libro que de cualquier manera los compradores no iban a leer.
Rebelde, iconoclasta, era Saldívar. Por entonces la figura más respetada de la literatura coahuilense era don José García Rodríguez, excelente poeta de acentos clásicos nutrido en la gran fuente de las letras castellanas. Pues bien: decía Saldívar que don Pepe escribía sus poemas con una regla en la mano, para medir los versos, y que todos salieran “parejitos”. De Chuy Perales, director de la Normal, decía que era un gran genio de las Matemáticas, pues había descubierto unos números desconocidos por Pitágoras y Euclides: los números bailables. Decía eso Saldívar porque con ese nombre, “número bailable”, se anunciaban en las veladas normalistas las danzas que ejecutaban las muchachas y muchachos. La expresión, dicho sea entre paréntesis, es absolutamente correcta: “Número”, dice el diccionario, es “cada una de las partes, actos o ejercicios del programa de un espectáculo u otra función destinada al público”.
A una ciudad que rimaba alma con calma y pasión con corazón, Saldívar trajo las novedades de Neruda y todas esas herejías que en la tierra de Acuña eran insoportable heterodoxia: el verso libre; palabras raras como “telúrico” y “onírico”, y una cierta sensualidad erótica que causaba soponcios a las damas en las pacatas tertulias literarias.
Luego, de súbito, como los relámpagos, Saldívar sacó a la luz una obra de espléndida poesía con el título de “Poema interrumpido por el llanto”. Aquello fue un acontecimiento. Hasta los más enconados críticos de José León declararon que en esos versos había belleza. Sus imágenes eran insólitas. Recuerdo una, especialmente:
“... Las estrellas: salivas luminosas que mojaron los labios de Dios cuando dijo la metáfora del Universo...”.
En Óscar Flores Tapia halló Saldívar un generoso amigo. Cuando el poeta enfermó de cáncer don Óscar se convirtió en su enfermero, en su constante cuidador. Larga fue la agonía del poeta; amargo el sufrimiento de su admirable esposa y sus pequeñas hijas.
Recuerdo el día en que todos los alumnos del Ateneo fuimos congregados en el Paraninfo y se nos pidió donar sangre en un último intento desesperado por prolongar la vida del poeta. Murió al final Saldívar. Su familia recibió el consuelo de todos sus amigos. Entre ellos, Flores Tapia fue el mayor.