Arrieros somos
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Debemos suponer que en tiempos muy antiguos el propio comerciante salía a vender sus productos y a allegarse otros. Así tenemos en Saltillo que don Santo Rojo viajaba al despuntar el siglo XVII hasta Xalapa. Después deben haberse enviado los productos en recuas de mulas llevadas por arrieros –”conductas” se llamaban esos envíos– que a cambio de un pago o flete transportaban las mercaderías a donde se les ordenaba.
La palabra “arriero” no tiene hoy la misma significación que tuvo ayer. Cuando actualmente oímos ese término pensamos en un sujeto rudo, mal encarado y maldiciente, de poco caletre y menos aún educación. En aquellos tiempos el arriero era muy otro. Personaje de singular importancia en la vida económica de las ciudades, sin su concurso bien puede decirse que éstas no podían vivir. Eran las conductas de los arrieros lo que para nosotros son ahora el ferrocarril, el transporte por carretera o por avión. No eran unos pobretes tampoco los arrieros, sino antes bien personas de buena condición y de posibles. Buenos dineros eran menester para hacerse de mulas y caballos, de armas y aperos, de todo lo que se requería para emprender aquellos viajes llenos de toda suerte de peligros. En primer lugar los caminos eran pésimos, o no los había de plano. Cuando el buen padre Morfi llegó a Saltillo describió indignado el camino que hubo de recorrer para llegar aquí:
“... Desde la cumbre se descubre toda la malicia del camino, y a mucha distancia se ve como una miniatura un gran llano adornado con la iglesia de los Landines, que era próxima al Saltillo, pero no se divisa esta Villa. Cerca del fin de este cañón hay un chupaderito de buena agua, que corre un corto techo y se disipa entre el cascajo. El camino es de los más peligrosos, con precipicios horrorosos a la derecha, la senda angosta, la piedra viva, y en algunos parajes, especialmente en los ángulos entrantes y salientes, tan resbaladiza, que amenaza con un abismo a cada lado...”.
Caminos como ése, y aun considerablemente peores, debían andar los arrieros con sus recuas. Y no eran los malos caminos el único peligro. Otro mayor eran los indios, que acechaban las caravanas y las asaltaban. Otro peligro era el de los bandoleros.
Por tanto el arriero no podía ser hombre cualquiera, sino muy especial. Debía reunir al mismo tiempo cualidades de comerciante y de soldado, de explorador y aventurero. Pero una virtud muy especial debía tener también: acrisolada honradez. A él se confiaban mercaderías muy valiosas. Barras de plata, lingotes de oro, eran objeto de tráfico común en tierra de minerías. Entre Acapulco y México, o entre Veracruz y la ciudad capital -ahí había cerca de mil arrieros que trabajaban con más de 50 mil mulas- se transportaban joyas, telas preciosas, maderas finas, y también el oro y la plata consabidos. Toda la fortuna de un comerciante podía ir en una sola conducta, de modo que su pérdida significaba la ruina para siempre. Más aún: a los arrieros se les confiaban personas para que las llevaran de una ciudad a otra: el muchacho de pueblo que iba a estudiar a la ciudad; la doncella que debía entrar de novicia en un convento lejano; el enfermo que iba a tomar las aguas salutíferas que en un cierto lugar brotaban a raudales; el caballero que viajaba a la capital del virreinato a arreglar asuntos palaciegos. Debía llevarlos el arriero, evitando malos encuentros con los indios – o con los salteadores de caminos, como dije–, enfrentándolos y venciéndolos si los atacaban.
Arrieros somos, es cierto, pero no como los de antes.