Asfixiados en plásticos
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Una tarjeta más y se revienta la cartera. En la era del plástico. Cuando se concretó la fantástica oportunidad de disponer de efectivo en tan arcano aparato como es el cajero automático, sin tener que elaborar cheques acudiendo a las tediosas filas del banco, el público consumista se emocionó. No tendrían las tarjetas solo la ventaja de saltarse las filas cuando ello era posible. Además, se podría utilizar para pagar en centros comerciales, restaurantes, en general, muchos otros comercios, sin la necesidad entonces de llevar el dinero.
Así como el inicio de los celulares despertó el entusiasmo, es de imaginarse ocurrió con el uso de un pedazo de plástico que, además, llevaba el nombre de la persona, en un plus de vanidad muy agradable para muchos.
Pero resulta que a la primera emoción empezaron a sumarse otras más paulatinamente. A la tarjeta de crédito llegaría a acompañarla la de débito, lo cual puso en marcha una intrépida idea que vendría tomando mayor forma después: todo podría entonces ser adquirido o validado con un respaldo claro de cierta cantidad de dinero depositado ya en ella.
Ahora, los clientes llevan en sus carteras montones de tarjetas: la de la cafetería de tal parte. La de la pastelería; la del restaurante; la de la papelería; del centro comercial; de pagos por servicios; de seguros médicos; de sueldos; de locales de renta de películas; de peluquerías; de salas de cine; de laboratorios médicos; de clubes sociales, deportivos y demás; del transporte público; de las escuelas. Además, por supuesto, de las que corresponden a su identidad ya como electores, habitantes de una localidad, o licencias de conducir.
Podríamos decir que, quizás, buena parte de la personalidad de los usuarios se ve definida gracias precisamente a la variedad de tarjetas que porta. Números de identificación, números que nos clasifican y nos colocan en un sitio de la vida nuestra sociedad. Documentos que validan nuestra presencia en el mundo, con los cuales o sin los cuales nos sentimos parte o ajenos.
¿Hay marcha atrás? No parece ser, al menos por el momento. Nuestra posición en el mundo está, ahora, así, en esta modernidad, sujeta a esos números que nos retratan.
Números que, por otro lado, se hacen extensivos en muchas otras áreas de la vida contemporánea. Cada uno, ya empresario, estudiante, maestro, de cualesquiera profesiones, para acceder a sistemas de cómputo en los que están registrados nuestros datos, ha de tener a la mano los números que lo registran ante un medio electrónico indiferente, frío, que solo asume la introducción de esos números y letras, con la muchas veces molesta combinación de signos de puntuación o de cualquier otro tipo provenientes del teclado.
Los documentos que nos identifican y cuyos datos forzosamente hemos de introducir en el momento de acceder a cuentas, créditos, escuelas, servicios, no han sido capaces de sustituir a las decenas de tarjetas que nos inundan cada día.
Notas de la modernidad. Nos guste o no, forman parte de nuestra vida cotidiana que, en materia de papelería, documentación y “tarjetería” se vuelve día a día más y más complicada.
Calles del centro
Parece bien llegado el momento, ahora que lucen restauradas importantes arterias del centro histórico de nuestra ciudad, como lo son la de Victoria, Aldama y Allende, para que se trabaje en materia de educación vial.
Son ahora, desde mi punto de vista, los peatones quienes necesitan atender las indicaciones de cruce. Los automovilistas se conducen con cuidado, eso se observa. Pero los peatones cruzan a mitad de calle sin ningún tipo de cuidado. Las condiciones se prestan ya a tener un centro histórico amigable e incluyente. Buscar que los transeúntes colaboren más en las indicaciones se hace indispensable, y por ahora todavía más, en estos momentos en que la temporada navideña arrancó ya.