¿Bioética de emergencia? Dilema existencial en medio del coronavirus
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“Anoche soñé que un bicho apretaba mi garganta. Era una cucaracha y yo creía que era un ‘coronavirus’. Me desperté muy agitado, pero empecé a respirar profundamente y no sólo me fui calmando sino que me di cuenta de que estaba en mi recámara y no en ningún hospital haciendo cola en mi camilla ante las salas de emergencia donde repartían los pocos respiradores que tenían. Yo ya rebasé los setenta años y caí en la cuenta de que según el Consejo General de Salubridad (CGS) mi derecho a vivir ocupa el último lugar. Tienen preferencia todos los jóvenes menores de 60 años, o sea la mayoría”.
Esta experiencia me la relató un cliente, a propósito de la ansiedad que sufría a consecuencia de su sueño. Tomó conciencia y agradeció a Dios que todavía tenía vida y sana. Al mismo tiempo me llegó la información de que el citado CGS publicaba una “Guía Bioética de asignación de recursos (por ejemplo respiradores, cama en una unidad de terapia intensiva) de medicina crítica”, que ha provocado un debate nacional en nuestro País, ya muy alterado por la información y desinformación tanto científica como estadística, económica y política.
Esta pandemia que padece la humanidad ha producido innumerables desgracias en todos los niveles y naciones. No voy a enumerarlas porque usted ya las conoce de memoria. Sin embargo, también ha generado un regreso a realidades humanas arrinconadas y despreciadas en la conciencia humana dominada por la magia del espectáculo y la aparente felicidad transitoria.
Hombres y mujeres han tomado conciencia de la ética, es decir, de qué es lo bueno y lo malo para cada quien y para la sociedad. Vivir es bueno, enfermarse, herir, empobrecer, mentir, engañar es malo. La Bioética es la ciencia del bien de la vida y el cuidado que hay que tener para nutrirla y compartirla.
La debatida Guía Bioética contiene una serie de instrucciones que, por las limitaciones de espacio no voy a enumerar, no se pueden imponer por decreto. Está basadas en estadísticas, o sea, un argumento cuantitativo (como si los enfermos fueran calabazas) y no en lo cualitativo que es lo que hace humano a la persona. Privilegia a los jóvenes que tienen derecho al único respirador porque los viejos ya tuvieron su dosis de años de vida y por lo tanto ya no necesitan respirar y se pueden asfixiar tranquilamente. Alivia, según la Guía, los sentimientos de culpa que va a tener toda su vida el médico que eligió mantener la vida del joven (y asfixiar al viejo). Y finalmente tal guía carece de autoridad, pues ni el Consejo General de Salud ni el Presidente de la República tienen el derecho de decidir quién vive o quién muere en esta nación. “En otras naciones es una práctica común el “triage” (la clasificación de la gravedad de un enfermo y la urgencia de tratamiento)” alega el citado Consejo. Pero una cosa es clasificar la gravedad y otra muy diferente es asumir la autoridad de quién vive y quién se muere, como en tiempos de Hitler en sus campos de exterminio o en los países donde es permitida la condena a muerte.
La pandemia ha descubierto la infraestructura criminal que subyace en la raíz de nuestras impotencias y deficiencias que ahora sufrimos no sólo de falta de recursos de salud (hospitales, médicos y enfermeras, medicinas y demás protecciones delos agentes de salud), sino la cultura antibioética de la violencia, la corrupción política, moral y económica de la cual el Consejo General de Salud está tratando de defender al ciudadano contagiado de miseria y explotación, y ahora además del coronavirus.
El dilema existencial de quién recibe atención hospitalaria y vive o quién es descartado y muere, no lo va a resolver la citada guía, aunque se convierta en sugerencia. Ese dilema se irá resolviendo a medida que la “cultura de muerte” que ahora nos aterra, se transforme en “cultura de vida”. Esa es nuestra responsabilidad: cultivar la verdadera Bioética, Biofilia, de todo ser vivo (incluyendo las raíces humanas). Así no tendremos sueños de cucarachas.