Café Montaigne 100
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Thomas Bernhard (1931-1989) fue nombrado en su momento el escritor de la cólera. No dejó en su tiempo sobre la tierra títere con cabeza. Fustigó en su minuto a toda la sociedad austriaca y, claro, al fustigarlos aguijoneó a todo mundo, a todo el mundo. Cuando dimitió públicamente a la pomposa Academia de Lengua y Poesía (a la cual tildaba de tener el “nombre más absurdo del mundo”) les enderezó un discurso deslumbrante el cual resuena en la eternidad. Escribió Bernhard: “Si ya un poeta o escritor resulta ridículo y, donde quiera que sea, difícilmente soportable para la sociedad humana, ¡cuánto más ridícula e inaceptable resulta toda una horda de escritores y poetas!… Los poetas y escritores no deben ser subvencionados, y mucho menos por una Academia subvencionada, sino ser abandonados a sus propias fuerzas”.
Thomas Bernhard pontificó con el ejemplo. Fue comerciante (trasvasaba de la forma “más virtuosa” el vinagre y el aceite de los recipientes mayores a los cuellos de botellas más delgados y sin embudo. Cargaba sacos de 80 y 100 kilos y los apilaba en el sótano de la tienda) y fue también chofer de reparto de una conocida marca de cerveza austriaca, lo cual le supuso conocer a la perfección la ciudad de Viena. Se valió de sus propios medios, algo tan esencial como único: trabajar. Así de sencillo. Hoy los “escritores” quieren una beca y no escribir, quieren subvenciones del Estado paternalista y no saben la estructura básica de un soneto, una décima o una lira. El escritor y dramaturgo fue infeliz la mayor parte de su vida. Su condición pesimista sobre el género humano aparece como motivación vital en su literatura, a la cual me adhiero por un motivo: la sociedad actual, y también en la época que vivió Bernhard, da igual, sigue siendo la misma, está plagada por cínicos y caciques (Hugo Chávez, Mubarak, Gaddafi, Fidel Castro, Nicolás Maduro, Trump, Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador…), no hay puntos de apoyo identificables y todo, todo está podrido.
Como “el gran denigrador” solía definirse a sí mismo Bernhard. Cuando murió en la más completa soledad, presa de una emperrada enfermedad degenerativa (la cual padeció por alrededor de 40 años llamada “morbus puk”, que ataca las glándulas linfáticas) su muerte sólo se supo cuatro días después de su llegada. Llevó dicha enfermedad en silencio y sin quejarse jamás. Alguna vez espetó: “Después que el cuerpo destrozado, el cerebro se desarrolla maravillosamente”. Cuando se anunció su muerte, insisto, cuatro días después de su llegada y sin ruido ni aspavientos, en la radio austriaca se dijo a todo pulmón: “Quiso morir tan misteriosamente como vivió”. Así fue.
ESQUINA-BAJAN
Nadie lo quería. Era temido y admirado, pero nadie lo quería. Sus ácidos juicios sobre la vida, el pasado nazi y la política de los austriacos eran fuego puro, el cual nadie aguantaba. Una de sus obras de teatro, “Heldenplatz”, siempre estuvo envuelta en la polémica. Aquí se describe la vida y el regreso de una familia judía a Viena luego del drama nazi. Regresa la familia y ven exactamente lo mismo no obstante el tiempo pasado. Es la misma Viena de cuando huyeron, de cuando se fueron. El padre de familia termina suicidándose. Y esto es parte medular de la vida y obra de escritor: todo tiene vistas a la muerte y al suicidio. No cree en la altura ni bondad de los seres humanos. Nadie quedaba impávido ante el teatro, letras y reflexiones de Bernhard. En plena calle y en sus pocas salidas, el escritor fue alguna vez agredido por una anciana, quien blandiendo su bastón gritó al escritor: “Te vas a pudrir de cáncer”.
Monolítico, estuvo ausente toda su vida de las tertulias y del trato con otros escritores. Misántropo celoso, sólo tuvo una mujer compañera de vida; cuando ella murió joven, recluyó aún más en sí mismo al escritor. Nunca se recuperó de semejante pérdida. Otro calificativo el cual recibió fue el de “profeta amargo”. Lo era. En el volumen aquí ya deletreado, “Mis Premios”, Thomas Bernhard escribe: “…no encontré en el campo la felicidad, me aburrían las personas, las detestaba, me aburría la naturaleza y la detestaba… andaba por los bosques con la cabeza baja y (rehusé) toda alimentación… sólo era ya una lamentable caricatura de mí mismo”. ¡A otro público con la prosa de Bernhard! Dueño de una obra atiborrada de ironía, manifiesta en ésta su pesimismo sobre la humanidad, su desencanto (y desprecio) por los seres humanos y su obsesión –como la mía en muchos tramos de mi existencia– por la muerte y la autodestrucción como vía liberadora y no como un problema. En su momento, el esteta renunció a la literatura y se contrató, lo vimos arriba, como chofer en un camión repartidor de cerveza.
Escribe Bernhard: “Con una ignorancia y vileza completas, nuestros progenitores y, por tanto, nuestros padres, nos han echado al mundo y una vez que estamos ahí no pueden con nosotros, todos sus intentos de poder con nosotros fracasan, pronto renuncian, pero siempre demasiado tarde, siempre sólo en el instante que hace tiempo que nos han destruido…”. Visión tan potente y amarga, es reflejo de su desventura personal, sí, pero sublimada a través del arte, del arte de la escritura. El escritor austriaco fue hijo de un padre de oficio carpintero, al cual jamás conoció. Su madre era empleada doméstica en distintas casas, por lo cual el hijo, Thomas Bernhard, fue criado por su abuelo… un escritor.
LETRAS MINÚSCULAS
Por deseo expreso, la tumba de Thomas Bernhard no tiene nombre. Olvídese esta triste canción.