Café Montaigne 115
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El sueño del anciano. Si los dioses o los demonios me dejan, el próximo año voy a cumplir 55 años legalmente. Por cosas de cifra cerrada, a todo mundo le digo de haber cumplido ya o tener 55. De hecho, tengo 55 años desde hace como 6 años. Así como tuve 50 como cuatro o cinco años seguidos. Es decir, y usted lo sabe si me ha leído a lo largo del tiempo en diarios como este de VANGUARDIA o revistas donde seguido colaboro con mis textos, hay una constante: siempre quise ser viejo como mi padre. Por lo cual, y desde chavo, siempre me he aumentado arbitrariamente mi edad. No es cuestión de una balanza moral de algo bueno o malo, simplemente es elección. Elección de ser viejo sin serlo, llegar a la vejez (cosa la cual se me nota, por lo demás), en mi caso, con un buen equipaje de felicidad. Y vaya, como desde hace mucho tiempo pues envejecí, el sueño tiene años sin darse del todo en mi vida. Eso lo cual se llama técnicamente como “el sueño del anciano”.
Recuerdo, como si fuese ayer, el sueño discontinuo de mi padre y de mi madre en los últimos días de sus vidas sobre la tierra. La noche era un mero formulismo. Se acostaban, daban unas fumadas a sus cigarrillos, bebían una vez más café y dormían. Es un decir. Apenas horas, o de plano, apenas minutos discontinuos arrancados a las manecillas del obcecado reloj. Yo los escuchaba entonces, de nuevo platicar, ir al baño. Servirse de nuevo otro café. Encender su cigarrillo por décima vez para volver apagarlo; beber café y dormitar de nuevo. Sueños sobre sueño, dormir sobre lo ya dormido. Lo poco dormido. La existencia se nutre de nuestra vida, memoria y presencia, por lo cual dicha existencia ya ajada por el paso del imbatible tiempo nos juega una triste charada a nosotros los viejos: el sueño huye como una voluta de humo. Ya más cerca de dormir, eso llamado por la gente normal “sueño eterno”; en nosotros los viejos ese sueño, ese dormir es algo volátil, fuego fatuo el cual nunca llega ya como en la adolescencia: sueño profundo, relajante, reparador.
Nunca he sido de buen dormir. Nunca.
De hecho, eso llamado siesta, creo recordar, jamás se ha presentado en mi vida. Es un defecto, creo. Por más cansado en el andar diario, por más “crudo” (resaca, pues) y maltrecho en el día, por la tarde, un sueño reparador llamado siesta no se me dio. Si en la noche no he podido dormir por largas temporadas de mi vida, pues menos de día. Tal vez se me dio muy joven eso llamado “el sueño del anciano”. Paradoja o de plano broma brutal. Se le dice sueño del anciano al “no” sueño de éstos. Los ancianos ya no descansan en las noches más altas. Ya no hay descanso nocturno. Entonces llegan los recuerdos, la memoria se hace presente y empieza a jugar con nosotros y nuestros recuerdos.
ESQUINA-BAJAN
Y muchos de estos “recuerdos” son falsos, como dijo alguna vez en una entrevista Jorge Luis Borges. Son recuerdos inventados. Recuerdos nunca verdaderos o situaciones de vida las cuales no sucedieron, pero esos episodios los damos por hechos en nuestra ya ajada vida. A nosotros los viejos ya no se nos da el sueño como a los jóvenes (los cuales no tiene preocupaciones, vaya). En lo particular he lidiado con mi emperrado insomnio en varias etapas de mi vida. Eso llamado “la peste del insomnio”, la cual un día me recordó en una tertulia el licenciado Gerardo Blanco Guerra. Esa peste desatada en Macondo, el Macondo de Gabriel García Márquez.
La peste fatídica, el infierno tan temido pro muchos, no pocas veces es el voraz insomnio el cual Virgilio Piñera (1912-1979) reflejó en un breve relato desquiciante. El cuento es redondo y perfecto. Un tipo padece insomnio. Así de sencillo. Así de complicado. Al pedir consejo a un tipo de al lado, el insomne recibe estas muletillas: pasear sin cansarse, tomar una taza de té de tila y apagar la luz. Pero el maldito sueño esquivo –un padrote, pues– no llega. El hombre no duerme, por lo mismo: “A las seis de la mañana carga un revólver y se levanta la tapa de los sesos. El hombre está muerto pero no ha podido quedarse dormido”. Es como dice un viejo verso perfecto de Octavio Paz: “Pero el sueño no vino.”
Este verso forma parte de un texto bello y pulcro, como todos, del Nobel mexicano don Octavio Paz. Es “Repaso Nocturno”, contenido en el breve pero intenso opúsculo de “La Estación Violenta” (1958). ¿Cómo vive o cómo está un hombre en la noche sin sueño? Dice Paz, “ni vivo ni muerto”. El texto de Virgilio Piñera y el de Octavio Paz son espejos frente a frente: encontrados, reflejándose mutuamente en la distancia, en el tema y en sus letras. Desde la Ciudad de México y cruzando letras vía correo electrónico con mi maestro Armando Oviedo Romero, éste ofrece la coda de este tema y tertulia: el gran poeta mexicano Alí Chumacero –injustamente olvidado– llama al insomnio “páramo de espejos”. Los espejos nos ven y nos deletrean. “¿Cómo decir buenos días a la vida?”, se pregunta el insomne creado por Octavio Paz. Junto con él, yo reitero letra por letra el verso. Lo padezco. Ya no es el sueño de un anciano el cual observo.
LETRAS MINÚSCULAS
Es mi propio sueño, mi propio insomnio. Soy viejo… y mi desgaste conduce a dormir ahora sí, espero, eternamente.