Café Montaigne 77
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Soy ocioso. Lo confieso, pero no perezoso. La pereza es un pecado capital, según la Biblia. Aunque me gustaría practicarlo, pues no se me ha dado. Creo que no se me va a dar. Pero sí soy ocioso. El ocio entendido como una liga menor de la filosofía. Si Ficino, aquel filósofo de la antigüedad, dijo alrededor de 100 años antes de la llegada del maestro Jesucristo que “el hombre se hace sabio sentado”, este escritor lo ha practicado y en honor a la verdad –si desgraciadamente no soy sabio, sí y al menos me han funcionados dos o tres neuronas– doy fe.
Soy ocioso. Cada vez que viajo, por ejemplo, compro todos los diarios de la localidad y ciudad en donde estoy. Si estoy en Torreón, los compro y los leo todos. Igual en Monterrey, igual en el DF, igual en Zacatecas, igual en León. Hace dos o tres años, y debido creo yo a una moda, la mayoría de los diarios ponían la fotografía de sus colaboradores en su respectivo texto o columna. Empecé a ver una constante: con una sonrisa de oreja a oreja a la cámara, los colaboradores retaban con sus puños al combatiente ficticio. No periodistas sino pugilatos. No escritores sino habitantes del mundo del catch, como bien lo desplumó Roland Barthes. En un país donde lo más serio es el box o la lucha libre, este es el nivel de debate y presencia en todos los aspectos. En su momento, observé las fotografías de los editorialistas en el norte de México (Torreón, Monterrey, Saltillo, Monclova, Ciudad Victoria…) un 70 por ciento de ellos usan o usaban la misma pose de reto de puños a la cámara. En fin, observaciones de un ocioso como yo… pero no es gratuito.
En las décadas de los ochenta y noventa, un personaje funambulesco tomó las calles de la Ciudad de México, la ciudad más poblada del planeta: Superbarrio Gómez. No era un luchador y se vestía como tal. O mejor aún: era un luchador y activista social que se disfrazaba de luchador –ese mundo enigmático, maravilloso y alucinante que Roland Barthes definió como “El mundo del catch”– y aparecía en la poblada urbe para defender todo tipo de cuestiones sociales.
De prominente vientre y cara jamás vista, Superbarrio alentó la participación social, organizó la vida y participación solidaria en los barrios y vecindades capitalinas, organizó a ciudadanos a exigir de las autoridades atención y respeto, y su imagen fue creciendo con cada aparición pública que éste hacía.
En su momento respaldó plebiscitos, exigió una buena y eficiente política de salud pública en contra del sida, apoyó a organizaciones de mujeres, institutos de la vivienda (eran memorables sus encuentros a dos de tres caídas sin límite de tiempo en contra de luchadores que representaban a los voraces caseros) y su imagen con el puño en alto (retomada hoy por los funestos terremotos capitalinos) fue todo un icono de las mencionadas décadas que ahora son olvido.
ESQUINA-BAJAN
Escribe el sabio Barthes: “La lucha libre se ocupa fundamentalmente de escenificar un concepto puramente moral: la justicia. Sobre el ring, y en el fondo de su ignominia voluntaria, los luchadores siguen siendo dioses, porque son, durante algunos instantes, la llave que abre la naturaleza, el gesto puro que separa al bien del mal...”. Tal vez por esto, para los mexicanos la lucha libre es fundamental y parte de nuestra existencia cotidiana. Pero la lucha libre ya no es lo que solía ser. Internet todo lo acerca y el mundo está a sólo un click de distancia. Imagino así un diseñador que marca la moda en el mundo, Jean Paul Gaultier, por azar del destino, por el “acaso”, un día sintonizó alguna lucha libre mexicana… y lo deslumbró.
Cosa tan bizarra, tan estrambótica, tan kitsch, tan surrealista como el mundo del catch mexicano, anidó en el corazón del diseñador que marca tendencias en la moda mundial y fue su leitmotiv en uno de sus desfiles de moda que presentó en París en 2014. Presentó su colección de prêt-à-porter (listo para usarse, listo para consumirse) y aquello fue un desfile de fiesta, casi un vodevil, a decir de los críticos de moda y lo que se vio, estuvo emparentado con el circo, la maroma, el teatro de carpa, el show y ese arte-teatro-espectáculo, jamás deporte, de la lucha libre mexicana (“mejicana”, con jota, en las reseñas de los portales periodísticos europeos).
La lucha libre es ubicua, a todos seduce. A todos enamora. A todo mundo se le hace enigmática y misteriosa. ¿Qué cosa más bizarra y alucinada entonces, que ver y escuchar a un payaso dando noticias en la televisión y sí, tildar a este payaso como “líder” de opinión”? Pues bien, este payaso tuvo su edecán, una muchacha exuberante de carnes, ataviada con calzones, brasier de colores chillantes, minivestidos dejando ver sus rotundas nalgas y… una máscara. “La reata.” Uf. Los malos ejemplos siempre son imitados.
En la vomitiva televisión regional de Monterrey y en un programa de poca monta, con un locutor llamado Chavana, la mujer del antifaz no es una sino varias. Por cierto, en este pasado 15 de septiembre, Chavana y su show dieron el grito en un municipio de Monterrey, en serio. Todo tiene que ver con todo. Igual que Antonio Aguilar aquí.
LETRAS MINÚSCULAS
Lo peor sucede con los vecinos regios: se vende en televisión abierta el chiste barato, las carnes fofas casi al desnudo, la pornografía ligera, la ilusión, la chabacanería, la estupidez…