Café Montaigne 82
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“Y hay, cuando viene el día,/ una partición de sol en pequeños soles negros./ Y cuando es de noche, siempre,/ una tribu de palabras mutiladas/ busca asilo en mi garganta…”
“Hijos de la sombra oscura” es el título de una antología de poetas y poemas de cualquier tiempo, recopilados por un navegante, por un marinero tuerto, pero de feroz lectura como su vida misma: el inglés Phillipe Lowell (Puerto de Liverpool, Inglaterra, 1965). El volumen en su versión en español, es para Mandrágora Editores de España.
Ellos me han mandado el volumen intonso, encuadernado a la usanza antigua de tapas duras en piel de becerro, en paquete a mi residencia. El libro sólo venía con una escueta tarjeta y nota de su Director Editorial, el catalán Ramoon i Adoved, viejo gruñón el cual sólo publica libros escogidos aunque su tirada de naipes sea la bancarrota. Este catalán de cepa, para financiar los libros editados, lo mismo deja su vida en cursos y cátedras de literatura y cine alrededor del mundo, compra y vende volúmenes antiguos, los cuales sólo él sabe dónde y cómo los consigue o de plano, pide prestado o empeña las escrituras de su mansión en Barcelona. Un pueblo cercano a Barcelona. La tarjeta decía: “Para su lectura, maestro Cedillo… con el afecto de R i A.”
Lo dije en el texto pasado en este encuentro sabatino y lo reafirmo hoy: hay un sabor nefando a dolor, derrota y tempestad en esta selección amplia y generosa de poetas hijos de la sombra negra. ¿En base a cuál motivo están seleccionado por el viejo Lowell, cuál es su común denominador? Pero antes de contestar lo anterior, contestemos la pregunta de la columna pasada, ¿Cómo es el mundo moderno, el actual, el contemporáneo? Pues como siempre lo ha sido en la historia de la humanidad: es un mundo cruel, acechado por la desdicha eterna de sus habitantes, los ciudadanos los cuales deambulan con su pequeña muerte bajo el brazo. Sombras ellos mismos, no importa su edad, han envejecido atados al potro de la desdicha, el abandono, la emperrada melancolía y la lejana niebla de una felicidad privada para ellos. Este y no otro mundo habitan los condenados y convocados milimétricamente en estas páginas.
Este mundo dijo alguna vez Arthur Rimbaud, era el “infierno.” Se vive una temporada en este infierno. Para T.S. Eliot, engullido por el cristianismo, su flagelo es el mismo de Rimbaud, pero llevado al extremo de la palabra y de sus creencias: es el “purgatorio”. No importa el nombre, sino dónde anida: en nuestros huesos. Al Nobel T.S. Eliot le dolía la sola provocación del sustantivo. Cuando aborda a W.B Yeats en una de sus conferencias magistrales las cuales convocaban mares de gente en los auditorios, con el dolor en la pluma, Eliot escribió: “La pieza Purgatory es asimismo poco agradable… Preferiría que no le hubiese puesto ese título, porque no puedo aceptar un purgatorio donde no hay indicios de purificación…”
ESQUINA-BAJAN
T.S. Eliot en sus poemas, memorables casi todos, cedió a su propio purgatorio. No hay ni hubo manera de evitarlo. Por eso el viejo tuerto de Phillipe Lowell, entre olas y mareas y entumecido en sus viajes (siempre arrastra en sus pies y ropajes, el gris y deprimente Liverpool de su infancia, el cual no se puede sacudir jamás), acodado en su camarote, ha pergeñado esta antología de poetas melancólicos y desdichados. El denominador común es la tristeza, la eterna congoja y el llevar como harapos, sus cuerpos y dentro de ellos, el resabio platónico de eso llamado alma. La presentación del volumen perturbador el cual vamos a comentar en esta larga saga de textos de “Café Montaigne”, es del propio editor, el catalán Ramoon i Adoved. La selección y notas introductorias a cada poeta y escritor, es del propio antologador, Phillipe Lowell.
¿Quiénes son los convocados a esta nave de locos, a esta nave transida de dolor y alimentada en las noches más altas con el dolor del alma y el aguijón de la desesperación el cual martiriza al poeta insomne y su maltrecho espíritu, sin dejarlo reposar ni día ni noche? Lowell, viejo lector, ha escogido una amplia nómina de lóbregas figuras las cuales esperan lo mismo la noche o el día –da igual–, para sumarse a eso llamado suicidio, la mayor parte de ellos.
“Y hay, cuando viene el día,/ una partición de sol en pequeños soles negros./ Y cuando es de noche, siempre,/ una tribu de palabras mutiladas/ busca asilo en mi garganta…” Los anteriores versos atormentados –note usted de la disyuntiva sin salvación posible: de día, el sol se fragmenta en doloroso soles negros. De noche, la tristeza se atora en la garganta… – son de esa escritora, esa poetisa tan alta como enigmática y alabada es hoy, Alejandra Pizarnik (1936-1972).
Y esta pequeña, pero tenaz tribu la cual se agolpa en la garganta, es el motivo de esta antología, hijos de la sombra oscura, los cuales nunca pudieron reponerse a la desdicha ni a su congoja por un motivo: se nace para morir. Se nace para ir, como Pizarnik, “hasta el fondo.”
La poetisa argentina es una de las seleccionadas en esta bitácora de navegación al vacío. Y cómo no lo habría de ser, si la Pizarnik, antes de atiborrarse de 50 pastillas de Seconal en Buenos Aires el 25 de septiembre de 1972, dejó escrito en su pizarra de su departamento: “No quiero ir más que hasta el fondo.” Ese día lo logró. Alejandra Pizarnik forma parte de este infierno, de este purgatorio con almas cansadas y dolientes, como esta escritora, de las más importantes en Hispanoamérica en la segunda mitad del siglo XX.
LETRAS MINÚSCULAS
"Llegó la angustia. No se puede hacer nada sino dejar que el cuchillo se hunda cada vez más..." "Diarios", Alejandra Pizarnik.