Camioneros, con un amor en cada pueblo
COMPARTIR
TEMAS
¿Será cierto eso de que los marineros tienen una novia en cada puerto y en cada pueblo un amor?
Los marineros quién sabe, pero he comprobado que los camioneros, sí.
Sucedió una tarde invernal que regresaba yo de Estación 14, un pueblecito apacible y silencioso de San Luis Potosí, la cuna de mi amigo, el decano del periodismo saltillense, don Antonio Ruiz Coronado.
Pues resulta que me tocó viajar en uno de esos traqueteados autobuses de pasajeros que, para colmo, venía vacío.
Lo conducía un gordo y prieto chofer (yo estaré muy güero), de corbata azul marino y pulcra camisa, que resultó ser más pito loco y lengua suelta de lo que yo pensaba.
Lo primero que hice cuando trepé al camión fue ir directamente a uno de los asientos traseros, me sentía cansado y quería echar un coyotito. A mí me encanta viajar y dormir en los autobuses.
Pero el operador me gritó que no, que me sentara adelante con él para hacerle compañía y pos... ir echando relajo.
Obedecí, más molesto que contento, pero en fin, de algo habría de servir, pensé.
Nomás imagínese, yo viajando de chicharrón de un chofer de autobuses foráneos, ¡qué bochorno!
Pos nada, ya sabrá, que nos la pasamos hablando de viejas y oyendo cumbias todo el méndigo camino.
Pero lo que más llamó mi atención era que el chofer, morocho y de vientre sietemecino, tenía una nena en cada pueblo donde parábamos.
Decía “espérame tantito, es que voy a saludar a mi vieja”, se bajaba y ya luego yo lo miraba fajando con una morra, en la calle.
Al ratito regresaba con un envoltorio de comida y un refresco.
Y en cada lugar por donde pasábamos era lo mismo: “aguántame, deja saludar una morrita”, se bajaba y regresaba con la cena.
Nos había agarrado la noche.
“¿Gustas?”, me decía y me pasaba un taco o un sándwich y una gaseosa.
Bueno, bueno, dije yo, presta la chuparrosa compadre.
Ya nomás lo veía que agarraba su celular y decía, “¿qué, mamacita?, ya voy a pasar por aquí”, parqueaba el camión, iba al encuentro de una chica, abrazos, besos, un leve faje, y regresaba con un bocado.
Pos cómo le hace éste, pensaba yo.
Y así se la pasó hasta que llegamos a Saltillo.
No crea, si los choferes tienen su morrita en cada pueblo, pos imagínese los marineros.
¡Qué envidia, mi hermano!