Cantos y cuentos
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A mí me siguen las canciones -las de amor, sobre todo- como una hermosa corte. Y los cuentos me persiguen también, de todos los colores. A ningún lado voy sin escuchar la letra y la música de una hermosa canción, o sin oír el relato de alguna historia deleitable.
Meses antes de que llegara el pandemónium de la pandemia fui a Guasave, en Sinaloa, y me hospedé en un hotel de inusitado y lindo nombre: “El Sembrador”. Mis anfitriones son bohemios de corazón. Ya en el camino me han cantado tres canciones de inspiración local. Distintas entre sí son esas tres canciones: la primera -un corrido- se refiere a la muerte de Colosio; la segunda es una especie de himno en contra del aborto; la tercera es una lamentación de abandonado. Las tres son muy conmovedoras, sobre todo si se oyen en las debidas condiciones.
El Estado de Sinaloa no tiene el problema que tuvo Ramón López Velarde, quien vivía perpetuamente atribulado por el enigma de no ser ni carne ni pescado. En Sinaloa se come buena carne y excelentes mariscos y pescados. Ese prodigio para el paladar que es el callo de hacha sinaloense no tiene igual en el mundo, sobre todo el del restorán “El farallón”, de Los Mochis. Los ostiones de Sinaloa gozan de merecida fama por su eficacia. Y en cuanto a carnes los afortunados habitantes de ese Estado tienen un portentoso platillo que ninguna otra parte he comido. Se llama “cabeza”, simplemente. Consiste en un caldillo con carne de cabeza de res en barbacoa. Sazona uno su porción con cilantro, cebolla, chile rojo y una pizquita de orégano, y aquel humeante plato se convierte en una delicia terrenal muy celestial. No sé por qué tan estupendo manjar no ha llegado a todos los confines del territorio nacional, y aun más allá de las fronteras mexicanas. Basta un platillo así para prestigiar la gastronomía de toda una nación.
Pero mi propósito no es hablar de las comidas del cuerpo, sino del alimento del espíritu. En Guasave soy recibido por un grupo maravilloso de bohemios.
-Quédese, licenciado -me piden-. Va a venir a tocar Gilberto Puente.
-¿Cuándo viene? -les pregunto.
-El próximo febrero -me informan-. Quédese; total, no falta mucho.
Estábamos en marzo.
Guasave está lleno de compositores y de compositoras. Me quedó la impresión de que si alguien de ahí no ha escrito una canción no puede figurar en sociedad. Estos bohemios que me han recibido gustan de cantar. A donde los invitan van sin cobrar nada. Algunos hasta pagan por cantar.
-Yo no canto muy bien, licenciado; lo reconozco. Pero me gusta cantar. Cuando hay un maratón de la Cruz Roja en Culiacán, Mazatlán, Los Mochis o El Fuerte, yo llevo a mi señora y la siento entre el público. Se levanta ella: y dice: “He sabido que se encuentra entre nosotros el señor Fulano (y dice mi nombre). Me gusta mucho cómo canta. Pago 100 pesos por que me cante una canción”.
Entonces yo canto, y mi señora da el dinero. Así cumplo mi deseo, y de pasada ayudo a la benemérita institución.
No cabe duda: el arte cuesta. Pero más cuesta no gozar el arte. En aquella ocasión regresé de Guasave bien nutrido de espíritu y de cuerpo. Sigo dando gracias a Dios, pues antes del coronavirus me permitió ir por tantos caminos, y caminar en ellos al lado de tantos buenos caminantes.