Comunidad de familias
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“¿Cómo pasabas las vacaciones en tu niñez?”, se preguntaba un grupo de amigos mayores y sesenteros. Uno de ellos comentó: “En mi casa teníamos dos higueras de más de 3 metros. Muy frondosas que daban una gran cantidad de higos. Nos servían de escaladora, nos proveían de sus frutos y además nos servían de proyectiles. Pero sobre todo nos permitían cazar mayates, amarrarlos con un hilo y disfrutarlos como juguetes voladores”.
“En el día de hoy –comento otro sesentero– los hubieran denunciado por torturar animales”.
“En mi casa el olor de las tortillas de harina nos levantaba de la cama –terció otro–, almorzábamos huevo con frijoles y chorizo… y nos salíamos a la calle a juntarnos con otros vecinos. Nos íbamos a jugar beisbol con pelotas de trapos en cualquier baldío. Ni nos dábamos cuenta del calorón, ni del terregal”.
“¿Cómo pasan las vacaciones los niños de hoy?”, se atrevió a preguntar otro contertulio sesentero.
Los participantes tuvieron la sensatez de no hacer las comparaciones tan frecuentes y tan estériles. Y se dedicaron a comentar las grandes diferencias entre esa época y la presente. Todos ellos tenían suficiente experiencia para no presumir aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Sabían de la vida, de sus alegrías y sinsabores.
No se puede repetir el pasado como intentar hacer una segunda edición de una misma historia y sus circunstancias específicas. Los niños de hoy son tan niños como los de siempre, pero su contexto familiar y social es muy diferente.
Los padres de hoy biológicamente son como los de antes, pero son diferentes en otros aspectos, principalmente en “sus vacaciones”. Las circunstancias actuales, la economía, la complejidad y distancias de la vida urbana les han convertido las vacaciones en problemas adicionales a los que tienen durante el año. Los problemas de inseguridad y violencia, antes resueltos por una comunidad amigable, solidaria y colaboradora, han creado una ansiedad y preocupación adicional que no favorece un ambiente de libertad y confianza tan fácilmente. Y que muchas veces los convierte en carceleros alterados por las preocupaciones.
Es evidente que el clima y la cultura de la violencia e inseguridad es un problema creciente, y que ni el gobierno ni las instituciones han sido suficientes para frenarlos con sus leyes, estrategias y herramientas. El lado problemático de las vacaciones de los niños, los padres y las familias son un ejemplo de ello, exhiben a una sociedad que ha avanzado en diferentes campos y tecnologías, pero que al mismo tiempo retrocede en las dimensiones de la paz y la confianza urbana.
Requerimos una cultura de la “no violencia”. Cultivar en la mente de cada niño y de cada adulto la promoción de la comprensión del otro, junto con la amabilidad y el respeto a sus derechos. Esa sabia fórmula ya ha sido repetida desde hace milenios. Hoy requiere de “comunidades de familias” que cultiven paz, confianza y solidaridad en común. Que no sólo defiendan a sus hijos de la violencia e inseguridad sino que cultiven con la práctica comunitaria urbana, escolar o laboral el tejido social que el Estado no puede tejer con leyes, policías y cárceles.