Corrección de película
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Lamento romperle su corazón, pero la razón de ser de la Meca del Cine no es vernos felicies
Hacer algo con la consigna de darle gusto a los demás es un error tan grave que compromete el resultado de todo el proyecto. Es como quien dice receta instantánea para el fracaso.
Y si hay algo que sea peor que tratar de darle gusto a todos, es el tratar de darle gusto a un segmento reducido por mera etiqueta social.
La industria del entretenimiento se contaminó, me temo que para siempre, del virus de la inclusión y la corrección política.
Entiéndame: no niego que en este mundo todo lo que se aleje del hombre heterosexual caucásico y en un rango entre el arribo a la adultez y la mediana edad, ha sido históricamente relegado como ciudadano de segunda, tercera, platea, palco y gayola. Y entre más distantes de aquel paradigma humano, más difícil se vuelve acceder a esos privilegios y oportunidades que los más suertudos dan por descontados.
Pero creo que la restauración de un segmento social, su redención y reconocimiento es un camino mucho más largo, complicado y penoso que hacer algunos forzadísimos cambios gramaticales o la representación de cada etnia, preferencia, orientación y cosmogonía en una puesta escénica.
De hecho, encuentro hasta perniciosa esta odiosa práctica que se ha convertido en la norma de la producción fílmica vigente (la inclusión de un personaje afro, latino o LGBTT y hasta obligatoriamente femenino por complacencia y no por una necesidad orgánica del guion).
La reivindicación de estas minorías en cada pieza dramatúrgica tiende a borrar de la memoria los siglos de discriminación de que fueron objeto, por lo que lejos de restaurar la dignidad de nadie, constituye un nuevo acto de injusticia… pero socialmente aceptado.
Y si la producción está embargada por esta enfadosa tendencia, no hablemos de las premiaciones de esta industria que, por suerte, cerró su temporada con la anual entrega del Oscar sin muchos ridículos que lamentar en este sentido (no más que otros años, pero tampoco menos de los que ya nos tienen acostumbrados).
Arrogarse la supuesta defensa de alguna minoría es vil y, sin embargo, se celebra. Hace poco, muchas marcas y empresas se adhirieron al orgullo gay, adosándole a sus logos la multicolor bandera del arcoíris. ¡Qué bonito! No obstante, aquello no se dio porque sean el respeto y la igualdad parte integral de sus políticas, sino porque está “inn”, es trendy, y esta supuesta inclusión tiene ahora más peso y simpatizantes que la discriminación tradicional. Es lógico que hay que estar en buenos términos con la porción más grande del mercado. Pero le aseguro que la mayoría de las empresas que se subieron a este tren fueron antaño (o son actualmente) ejemplos del más rancio conservadurismo.
La retórica demagógica no es exclusiva de la política. Aunque por definición se trata de una estrategia encaminada a la consecución del poder, lo cierto es que cualquiera puede explotar los miedos, las esperanzas, los prejuicios y las emociones de la masa para obtener de ésta algún beneficio o su predilección. Y Hollywood no tendría por qué estar exento de esto.
Así es, querido y sensual lector, lamento romperle su corazón, pero la razón de ser de la Meca del Cine no es vernos felices, sino posicionar algunas ideas convenientes para el establishment (el gringo, por supuesto) y en el inter hacer millonadas de dólares. Aunque cuando nos divierte ¡ah, cómo nos divierte!, eso que ni que (¿ya vieron “Cats”?).
A propósito de nuestros gobiernos, ellos fueron importantes precursores en esta onda de la inclusión, cuando impusieron la irritante costumbre de aludir a los destinatarios en forma diferenciada, como si fueran un baño público que necesita indicaciones para unos y otras: “mexicanos y mexicanas”, “chiquillos y chiquillas”, “coahuilenses y ‘coahuilensas’” (verídico).
Al poco tiempo se decidió que estos distingos no eran suficientes y que el género femenino tenía que figurar antes en el discurso oficial (así que “coahuilensas” primero, si me hace usté el chingado favor).
Llegó después un grupo de gente no identificada ni con lo masculino ni con lo femenino (de género flexibles o no binarios que se denominan), propugnando por que adoptásemos el lenguaje inclusivo, una jalada gramatical que nos haría hablar a todos como el Perro Bermúdez de la Serna.
Más tarde, la susceptibilidad racial en el vecino país del norte también nos condujo a la eliminación del Negrito Bimbo y, aunque el panecillo subsiste, llamarle “Nito” es una necedad que en nada alivia la arraigadísima pigmentocracia y el sistema de castas que nos rige desde que éramos la Nueva España.
Total que, lejos de vivir en una sociedad más equitativa, le hemos tenido que sumar a las plagas que nos azotan, la imposición de esta corriente ideológica que, con todos sus códigos y rigurosas reglas a observar dice que vamos a convertir a este mundo en un lugar más justo y menos cruel.
¡Nos lo garantiza Hollywood y nuestros gobiernos! ¿Cuándo nos han quedado ellos mal?
petatiux@hotmail.com facebook.com/enrique.abasolo