Cuarentena 13. 'Rashōmon'. Que no es continuación de la última columna, sino de la antepasada
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¿En qué estábamos?
¡Ah, sí! En las películas de Kurosawa… (Bueno, en realidad no estoy retomando el hilo de la columna pasada, sino de la antepasada, pero no creo que el lector me lo vaya a reprochar mucho, teniendo cosas mejores para preocuparse, como contabilizar cuántas veces se toca la cara al día o preguntándose si será su culpa este cataclismo planetario, por aquella ocasión en que fue al buffet de la comida china, todo enfermo de gripa y estornudó sobre el pollo kung pao).
Kurosawa no es “el genio de la cinematografía japonesa”, él es la cinematografía japonesa. Más aún, podemos quitarle la nacionalidad. Kurosawa es, en su estado más puro, el cine mismo (punto).
Y como le comentaba, sin él no existirían “Star Wars”, los western, el film noir, o Quentin Tarantino, no al menos como les conocemos ya que gran parte de su esencia la abrevaron de la filmografía de Kurosawa.
Se contaría como uno más de sus prodigios, de no ser porque es una de sus obras capitales, la película “Rashōmon”, misma que a su vez es piedra fundacional de un subgénero, un estilo narrativo y hasta una manera de interpretar la realidad.
“Rashōmon” (1950), protagonizada por Toshirō Mifune (que era como el Johnny Depp de Kurosawa), narra un crimen (el asesinato de un samurái y la violación de su esposa), a través de cuatro diferentes versiones. Son cuatro distintos testimonios de los involucrados que aportan sendas perspectivas, a veces contradictorias, del mismo hecho.
El inculpado, un testigo, la superviviente y hasta el asesinado (a través de una médium) hablan desde su muy particular experiencia y cada relato amplía la visión del espectador, el único que en un momento dado tiene las claves para saber qué es lo que realmente acaeció.
De más está decir que muchos cineastas se fusilaron a Kurosawa, a veces sutilmente, a veces con impudicia, pero está bien, para eso los genios son enviados a la Tierra, para servirnos de ellos.
“Sospechosos Comunes”, “Perros de Reserva”, “Corre, Lola, Corre”, “Héroe”, “El Club de la Pelea”, son sólo algunos de los ejemplos más destacables de un fenómeno que ya no es plagio, ni homenaje, sino un estilo narrativo.
Y más que eso: se le denomina Efecto Rashōmon a esa discordancia derivada de la percepción individual o de la subjetividad.
Una misma situación puede tener tantas versiones como involucrados en ésta y no quiere decir que uno esté mintiendo, o que el otro posea la incuestionable verdad. Es sólo que se está viviendo desde posiciones diferentes, con sus particulares circunstancias, lo que aunado a nuestro bagaje personal dará como resultado relatos muchas veces totalmente disímbolos.
Esta chingada pandemia –que está en pos de aguarnos por vez primera en la Historia la más sagrada celebración del calendario mexicano: el Día de las Madres– es uno de esos fenómenos con tantas lecturas e interpretaciones como damnificados.
Lo dijimos al inicio de la cuarentena y luego alguien lo redondeó mejor que yo: En la pandemia del COVID-19 todos surcamos el mismo océano, pero no todos viajamos en la misma barca, obvio.
Muchos (me incluyo y usted que come tres veces al día también debería hacerlo) viajamos en crucero de lujo, aunque claro, hay quienes tienen boleto de primera y jamás los vemos convivir con la perrada: son esos odiosos hijos de su Pasado Meridiano que se hacen videos cantando entre todos “Imagine” para que los pasajeros de segunda, tercera y cuarta no se sientan tan mal.
No obstante, los de la clase económica se ponen chillones como si fueran verdaderos mártires y los únicos afectados con la pandemia. Pero ni de chiste se aproximan en penurias a quienes tienen que mantenerse a flote con todo y familia en una balsa de carrizos o, de plano, nadando de a perrito, lo que como analogía de la cuarentena ya no estoy muy seguro de lo que representa, pero usted me ha de entender mejor.
El caso es que, como resultado de estas divergencias en la circunstancias, vamos a tener por necesidad crónicas que parecerán arrojadas de hechos inconexos.
Y no nada más vamos a tener una relación de acontecimientos distinta en cada individuo una vez que tratemos de recapitularlo todo. Ya desde el desarrollo de los acontecimientos, cada persona ha elucubrado sus propias teorías sobre su probable origen (mutación espontánea, manipulación en un laboratorio chino, estratagema de los detentores del orden mundial) y hasta su propio manual de seguridad y contingencia para enfrentar esta crisis sanitaria.
En efecto, no será igual el relato de los pacientes que el de los médicos, enfermeros y personal hospitalario; en una clínica pública o una privada; en las zonas urbanas, rurales o marginales; en el norte o en el sur del País; ya sea en México o en el primer mundo.
No es la misma historia la que nos dan los gobernantes cuentachiles, que la que gritan los changos de la oposición. No es igual para el empresario que ajusta su nómina, que para el empleado que tuvo que ser ajustado.
No es la misma realidad la que construye el hombre de ciencia que la de quienes estamos expuestos a los bulos y embustes, con distintos niveles de candidez y capacidad de discernimiento.
Quizás estemos ante el “Rashōmon” más grande en la historia de la humanidad, porque este evento sí que nos ha conectado, de una u otra forma, a todos casi sin excepción.
Quería recalcarlo, por obvio que resulte, para que estemos abiertos y receptivos al relato de los demás. No para creerles en automático, ni para desdeñarles sin escuchar. Sino para entender que cada uno tiene sus particulares motivaciones, necesidades y preocupaciones; un origen con un pasado y un drama muy específico con todo el abanico de intensidades posible. Se le llama empatía y es buen momento para ejercitarla.