Cuarentena. Vol. 6
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Recuerdo un chiste que circuló –por más raro que se lea– a principios de siglo.
Quizás con variaciones, decía que el mundo estaba entonces de cabeza, pues el mejor rapero del momento era blanco (Eminem), el mejor golfista era negro (Tiger Woods), el jugador más alto de la NBA era chino (Yao Ming), Suiza ganó la Copa América (de regata), Alemania no quería ir a la guerra (contra Irak) y el tipo más poderoso del mundo era un nerd (Bill Gates).
Sí, ya sé que no era el mejor chiste, ni siquiera uno particularmente bueno, pero me fue inevitable evocarlo ahora que nuestro presidente “de izquierda” se empeña, un día sí y otro también, en restregarnos su fe en las meras jetas o –para que no se escuche tan feo– en el rostro.
Desde una investidura que suponíamos eminentemente laica, el mandatario que suponíamos eminentemente de izquierda, no deja de hacer alarde de sus amuletos, invocaciones, milagritos y otros fetiches religiosos que un político panista por puro pudor mejor se guardaría.
Ya desde candidato, intuíamos que don AMLO era bastante apretadito como para cabalgar con las izquierdas más progres. Jamás hizo un pronunciamiento categórico sobre el aborto o la familia homoparental. Y dijimos “¡Vale! Después de todo el señor tiene cerca de 200 años! Obviamente hay cosas del mundo de hoy que contradicen sus valores, pero se abstiene de imponer su criterio personal en su plataforma política”.
Pero ya en el ejercicio del poder, uno de los pocos esfuerzos realmente notables de su administración está encaminado en tender una línea directa entre su gobierno y las distintas corrientes del cristianismo que están asentadas en México.
No olvidemos (nunca) que fue su administración la que cedió el recinto de Bellas Artes para realizar un homenaje a ese líder espiritual, modelo de ascetismo y casi divinidad, Joaquín García Naasón; que distinguidos miembros de la cuarta transformación asistieron ávidos de posar junto al pastor supremo de La Luz del Mundo y que éste hoy enfrenta cargos como tráfico de personas, violación de menores y otros prodigios.
Es también de mencionarse que para divulgar su decálogo de valores, su denominada Constitución Moral, López Obrador se valiese de la comunidad cristiana, pues a través de dicha red de fe y enajenación (sorry, not sorry) se distribuiría su panfleto adoctrinador.
¡Ayer, qué le cuento! Pos nada, que el otrora viejecito favorito de México se agarró de un mensaje de Twitter del Papa Francisco para justificar su estrategia (?) económica para afrontar la crisis por la pandemia mundial.
Y es que en la concepción amloísta, lo mismo que en la cristiana, el pobre es objeto de piedad y conmiseración, pero no susceptible al ascenso en la escala social. Los pobres no son un problema concreto a resolver, sino un medio para la redención.
Ya le digo, para ser el presidente de la izquierda intelectual, chaira y progresista que México esperaba, AMLO salió más mocho, persignado y mariano que la tía que nos manda piolines de los buenos días por WhatsApp (de hecho los bolillos deberían estar pachones de contentos con un presidente tan panista).
Por mucho que sea la doctrina cristiana el único acercamiento filosófico que buena parte de la población experimenta en su vida (principalmente en los pueblos de Latinoamérica), dista mucho de ser un modelo pragmático de justicia social, pues se basa como dijimos en la piedad y la misericordia y no en la injerencia en los mecanismos económicos y políticos que propician la marginalidad.
De hecho, si una institución es modelo de concentración de riquezas a costa de la pobreza colectiva es la Santa Madre Iglesia, y es lo único que no le perdieron sus derivaciones: iglesias, cultos y comunidades de adoración, en todas el soporte financiero es colectivo, de una colectividad pobre pero que será bien recompensada en el siguiente plano divino.
Pero si el pensamiento cristiano ha demostrado históricamente su ineficacia para nivelar la balanza social, por qué un gobierno en pleno siglo 21 se empeñaría en incorporarlo a su modelo administrativo, sobre todo un gobierno que se vendió al electorado como decididamente enemigo del conservadurismo y de la derecha.
La experiencia nos enseña que los regímenes que buscan arroparse con el manto sagrado y adjudicarse la investidura mística que aporta el elemento religioso, no lo hacen porque crean que de verdad van a salvar a un país desde la fe, sino para legitimar (consolidar y perpetuar) su mandato, además de arrogarse facultades extraordinarias, totalitarias.
¿Pero por qué?
Porque la autoridad divina es incuestionable, y aquel que osara increparla, no es que esté retando a Diosito, sino a una base de gobernados cuya devoción se cimienta, no en la convicción política, sino en una creencia totalmente irracional como es la fe. ¡Aguas con ese pueblo (bueno), porque es muy peligroso y de armas tomar!
Todo hasta aquí muy bien, supongo (a menos que sea usted amlover recalcitrante y esté ya a estas alturas echando espuma por la boca), pero ¿qué rayos tiene todo esto qué ver en el contexto de la pandemia COVID-19 que nos trajo el Niño Dios por culpa de los memes del pasito perrón?
Le juro que estaba entre mis planes el explicárselo, pero se me acabó el espacio, así que tendrá que ser la próxima semana por este mismo baticanal.
Aquí lo veo, irremisiblemente, que al cabo no tiene a dónde chingados ir.