Cultura y espectáculo; la difícil división
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Es práctica común en los medios actuales, especialmente los impresos, subordinar la sección de cultura a los espectáculos. Sucede en Vanguardia y sucede en Zócalo, así como en El Universal y Excélsior y muchos otros más. Tal decisión se encuentra primordialmente motivada por los intereses de los lectores; vende más el cantante del momento que el pintor emergente y por lo mismo hay que darle prioridad y, por supuesto, más espacio e inversión.
Separarlos, hasta este punto, parece sencillo, pero dado que los espectáculos no son más que una expresión de la cultura las líneas se difuminan con mucha frecuencia y los involucrados nos vemos ante un dilema sutilmente incómodo.
Esta reflexión parte del anuncio hecho entre semana de los artistas que participarán en la edición 2019 del Festival Internacional de las Artes Julio Torri, organizado por la Secretaría de Cultura del Estado y el cuestionamiento al que suele estar sujeto dada la prominencia que algunos de sus invitados tienen como “artistas del espectáculo”, cuando el organismo debería, aseguran, enfocarse en proveer a los ciudadanos de propuestas “inteligentes”, “de calidad”, “con discurso”.
Cuando tuve la oportunidad de preguntarle al respecto a Ana Sofía García Camil, titular de la SC, aseguró que al menos un 60 por ciento de la cartelera del FIAJTL está compuesta por este tipo de productos artísticos más “intelectuales” —nuevamente entrecomillado para hacer hincapié en que son adjetivos sujetos a debate— volví a ponderar si no es el trabajo mediático el que lo hace parecer “comercial” en la opinión pública, cuando destacamos nombres como Benny Ibarra o la Sonora Santanera más con el objetivo de llamar la atención de un lector cada día menos dispuesto a leer que para dar a conocer lo que realmente vale la pena destacar, como la participación del grupo canadiense de danza Ill Abilities, compuesto por personas con discapacidades físicas.
Es entonces cuando me pregunto dónde radica la división. Para empezar porque el concepto de cultura es amplio y hasta las expresiones humanas más mundanas forman parte de ella; y después porque lo “comercial”, aunque es la característica que parece diferenciar lo “cultural” del “espectáculo”, suele ser utilizado desde un discurso un tanto snob, donde aún parece existir de manera implícita esa categoría segregacionista de “alta cultura”.
Como un adjetivo peyorativo lo “comercial” suele ser asociado con aquellos productos artísticos hechos con la sola intención de hacer dinero y aunque es fácil definirlo así no lo es tanto cuando se trata de juzgar qué sí lo es y qué no.
Es fácil hablar de lo comercial —y verlo como algo malo— cuando se discute sobre boybands y los cantantes del momento, quienes replican fórmulas probadas efectivas para atraer un público específico —usualmente mujeres adolescentes— pero el juicio se torna escabroso al hablar de artistas como Jeff Koons, Demian Hirst, Marina Abramovic o David Hockney, quienes mueven millones con su trabajo pero en sus discursos proponen algo intelectual o si nos vamos al extremo opuesto los pintores callejeros y caricaturistas que por unas monedas ofrecen su talento pero siempre con una técnica idéntica a la de la pieza anterior, ya probada eficaz también para generar ingresos constantes.
Y mientras que los primeros estarán sujetos a juicios, ensayos y críticas por aprovecharse del mercado de esa manera los últimos pasarán bajo el radar o incluso serán alabados por sacarle provecho a sus habilidades y superarse desde abajo, como una historia más de éxito neoliberal.
El espectáculo vende, eso queda muy claro, y la división entre espectáculos y cultura existe con base en eso, pero poder discernir cuándo es que el show de luces es más que solo eso —y cuándo el producto de arte intelectual y bien pensado es solo un show de luces—, para poder darle espacio entre las propuestas que verdaderamente enriquecen la experiencia humana, es lo complicado.