De la lectura
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Durante muchos años, siglos quizás, se habló demasiado del nacimiento de la escritura. Nadie parecía dudar de que la creación de un sistema de signos que transmitieran datos era el gran descubrimiento de todos los tiempos, puesto que de él dependieron los subsiguientes. La escritura cuneiforme resultó ser el nacimiento de la cultura. Claro, esto si se piensa en nuestra cultura, porque es evidente que los hombres paleolíticos analfabetos tenían la suya.
El sentido de poder comunicar algo no de manera verbal, sino por un medio material (ladrillitos de barro, piedras, papiro, cuero, madera o papel), comunicaba a un tercero mensajes que sólo podría “leer” a cambio de tener las claves. En Irán e Irak se han localizado tablillas de barro en las que por un lado aparece la lección del maestro y en la de atrás lo que escribieron los alumnos (naturalmente, con cierta vacilación y algún error). ¿Para qué sirvió ese descubrimiento?, inicialmente para llevar las cuentas y controlar deudas y compromisos. De ahí que los escribanos tuvieran una enorme importancia: hay una tablilla de hace 4 mil años que dice: fulano debe dos sacos de trigo. Eran sistemas de contabilidad. Pasar a la posibilidad de relatar cosas –como una guerra, la grandeza de un rey, la historia del grupo– tardó todavía varios siglos.
El filósofo Jorge Santayana, conocido por sus frases célebres, opinó que las desgracias humanas iniciaron con la escritura. En efecto, a partir de su creación empezó el dominio del hombre por el hombre o, si se quiere, el control de los muchos por unos cuantos. En Babilonia un escribano o un simple grabador de tablillas de barro podía decidir sobre la vida de toda una comunidad. Por la escritura se cobraban deudas, se aplicaban impuestos, se condenaba a muerte a grupos enteros, se invadían tierras. El dueño de la escritura era el dueño del poder y del saber.
Mucho de esto aprendieron los hebreos en su larga estancia en Babilonia. Fuera de que de ahí tomaron algunos de sus mejores textos, como “Job”, o donde escribieron algunos de los más espléndidos salmos, también aprendieron la técnica del dominio y del derecho, por ejemplo, matar a quienes se oponían a su dios (los amalecitas, por ejemplo, a los que asesinaron a mansalva).
No fue tan rápida la difusión de lo escrito. Los egipcios tardaron un milenio para adoptar la escritura. Los griegos otro tanto, atrás de los egipcios, o sea dos mil años tarde tras los babilonios. Y, más o menos por el mismo tiempo, los fenicios crearon un sistema de letras que respondían a la voz del hombre (el sonido empezó a ser descrito en un signo): era el alfabeto. Lo tomaron los griegos y lo adoptaron los romanos. Y de ahí los demás. Estas letras que usted lee nos vienen de los fenicios y los griegos, casi con la misma expresión.
Platón escribió un texto famoso sobre por qué el faraón de Egipto rechazó la escritura: ésta iría en contra de la memoria puesto que confiarías a un papel lo que deberías tener en tu cabeza. Bueno, eso dijo Platón que decía el faraón, difícil saber si fue cierto.
Sócrates y Cristo son dos de los hombres más decisivos en la cultura occidental y ninguno de ellos escribió. Cristo hizo unos esbozos sobre arena, pero no consta que fuera un mensaje, mientras Sócrates despreciaba los libros porque evitaban perfeccionar el pensamiento.
John Wilkins escribió en 1641 una bella historia que sintetizo: en Estados Unidos un granjero envió, con un esclavo, a un amigo unos higos y una carta. El esclavo no aguantó la tentación y comió algunos. En la carta aparecía el número de higos. El destinatario reclamó los faltantes. El esclavo dijo que nada más había los que entregó, pero el señor le dijo que la carta lo denunciaba. El esclavo pensó que aquello era mágico porque el papel era espía.
Jorge Luis Borges tiene un bellísimo texto, “El Idioma Analítico de John Wilkins”, que no tiene desperdicio.
Usted no es el faraón, tampoco debe leer ladrillitos con signos incomprensibles, nadie le da el poder de matar a otros porque un escrito lo justifica: lea para ser feliz, para aprender, para conocer el mundo y sus maravillas, para dialogar con los autores o, si lo prefiere, para platicar con un ausente. Antonio Machado dijo que quien habla a solas espera hablar a Dios un día.