De pilón
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De todo su valor hubieron de echar mano los pequeños comerciantes que en el viejo Saltillo tenían sus tiendas de barrio, aquellos pequeños tendajos cuyas puertas se abrían antes de salir el sol y se cerraban mucho tiempo después que el sol se había metido ya. Tiendas de barrio aquéllas, entrañables, que formaban parte de la vida cotidiana de los saltillenses. Los tiempos que se vivían eran muy difíciles. Los compradores no podían comprar sino de fiado, y no podían vender los vendedores sino fiado. Había un sistema llamado “de libreta”. Una tenía el cliente, otra el comerciante, y en las dos se anotaban las compras y ventas que se hacían. Periódicamente –cada quincena o a fin de mes– las dos libretas se confrontaban, se hacían cuentas, se pagaba, y a comenzar de nuevo.
Talante muy generoso tenían aquellos comerciantes, que a más de crédito daban también pilón. ¡Ah, el pilón! La estulticia y la mezquindad de estos empecatados tiempos que vivimos han acabado con aquella benemérita institución de mi niñez y la de todos lo que vivieron antes de estas aciagas épocas.
Nuestras mamás nos mandaban a la tienda. Nosotros, que para cualquier otro mandado éramos renuentes y remisos, al de la tienda íbamos con pies más que ligeros. Como dicen: el interés tiene pies. Aquí el interés era el pilón. El tal pilón consistía en un pequeño obsequio que el comerciante, a fuer de agradecido, hacía al comprador. Los niños lo recibíamos gozosos: un dulce, un chicle –entonces todavía gran novedad–, un pedazo de piloncillo sabrosísimo. Ningún niño salía de los tendajos sin su pilón. Llegó uno y dijo al comerciante:
-Don Manolito: ¿me cambia por favor esta moneda de a veinte por cuatro pepas?
Las cuatro pepas dio el tendero, monedas de cinco centavos que mostraban la efigie de doña Josefa Ortiz de Domínguez. El chiquillo recibió el cambio, y preguntó luego al tendero con tono de reproche:
-¿Qué no me va a dar pilón?
Por cierto, debemos compadecer a la pobre de doña Josefa Ortiz de Domínguez, esposa del Corregidor de Querétaro a quien –dicen las malas lenguas–su insurgente esposa le adornaba la cabeza con algo más que con el gorro de dormir. Si la heroína cometió esa falta la expió con creces cuando pusieron su efigie en las monedas de cobre de 5 centavos, que por ella se llamaron “pepas”. En ella aparecía doña Josefa, muy seria, con su chongo y de perfil. Una de las primeras picardías que aprendí –muchas después he aprendido– fue aquella que consistía en mostrarle a alguien una moneda de 5 centavos y preguntarle:
-¿Quieres verle los calzones a doña Josefa?
El otro miraba y remiraba la moneda por todas partes, por ver si en alguno de sus trazos aparecía figurada la dicha prenda interior de la señora. Cuando no daba con ella volteaba a verte con mirada de interrogación. ¿Dónde se veían los calzones de doña Pepa? Entonces tú le recogías la moneda y le decías con tono desdeñoso: “¿A poco crees que por 5 centavos te los va a enseñar?”.
Aquella badomía era regocijo de chiquillos que daban sus pasos iniciales por las ocultas cosas de la sexualidad. Felices, inocentes tiempos eran ésos.