De que Dios dice a llover...
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¿A qué santo del Cielo debe uno darle gracias por la gracia de vivir en Saltillito? Hace bastantes años don Pedro Ferriz (padre) me dedicó un lindísimo piropo en la ceremonia donde recibió la presea que le entregó nuestra Universidad. Elogió el hecho de que no haya salido yo de mi ciudad, y luego dijo: “Catón no tuvo que salir de Saltillo para que lo escuchara México. México tuvo que venir a Saltillo para escuchar a Catón”. Los presentes aplaudieron esa frase, y yo me sentí muy apenado. La verdad es que si no salgo de aquí es por instinto de conservación: puesto a vivir en otra parte se me agostarían las tres potencias del alma -memoria, entendimiento y voluntad-, y todas las del cuerpo. Todas. “El interés tiene pies”, dice la gente. A veces, sin embargo, el interés nos hace no mover los pies.
Ofrece muchas ventajas vivir en Saltillo. Aunque nuestra ciudad no es ya aquella del aire acondicionado que decía Cuquita Galindo, los calores son tolerables, y todavía refresca el aire por la noche. Bueno: somos tan afortunados que ni siquiera tenemos equipo de futbol.
En cierta ocasión fui a Monterrey y estuve en el epicentro de un caos bastante caótico. Cayó una tromba que recordó la del Gilberto, y el río Santa Catarina volvió a llevar caudal. No tanto como para tomar fotos, pero sí bastante. Con eso de las aguas, y con aquello de los choques, tardé casi dos horas en ir de Santa Catarina a la Normal “Miguel F. Martínez”, donde debía dar una conferencia.
Cuando llueve en Monterrey todo se trastorna. Las calles se inundan, y siempre hay un señor al que se lleva el agua. Disipada la tempestad vuelve a surgir el general clamor: “¡Hace falta el drenaje pluvial!” Los periódicos ya no descomponen ese titular, pues su uso es frecuente.
En Saltillo, en cambio, don Alberto del Canto fue muy previsor, y fundó la ciudad en la pendiente de la loma, con lo que las aguas corren libres cuesta abajo, y más bien sirven de escoba que de riesgo. En Monterrey los niños se meten en sus casas cuando llueve; aquí salen a echar en la cuneta barquitos de papel que llegarán -les dicen sus papás- hasta el océano.
Alabado sea Saltillo, amigos míos. Hay quienes le hallan peros a la ciudad -¿cuál no los tiene?-, pero esos tales le encontrarían peros al mismísimo Paraíso Terrenal. (“No tiene tiendas”). Aquí el Diluvio se hace llovizna bienhechora, y no hay más embotellamientos que los del viernes y el sábado en la noche.
Aquella vez que digo, cuando regresé de Monterrey a mi ciudad hube de hacer un rodeo de 50 kilómetros o más para tomar el periférico de cuota, pues el tránsito por las avenidas Constitución, Morones, Antonio Rodríguez y Díaz Ordaz se había paralizado totalmente, y no había por ahí salida. Mientras venía por la carretera se me ocurrió hacer un voto de agradecimiento: “Doy gracias a Dios por vivir en Saltillo”. Saque usted 10 copias de esta frase, distribúyalas entre amigos y familiares y pídales que hagan lo mismo. Quien no lo haga recibirá un castigo. Una señora interrumpió la cadena, y a los tres días la mandaron a vivir a París.