De que los hay, los hay
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Una cosa es la verdad, y otra la Historia. Yo le voy más a la verdad, aunque a veces haya que inventarla.
Aquel señor era muy mala paga. Prestarle dinero equivalía, según la certera frase de El Godoy, a subir a 10 mil metros de altura agarrado de la picha de un zancudo.
No trabajaba nunca aquel señor. Ignoraba que hay un solo lugar en donde el éxito viene antes que el trabajo. Ese lugar es el diccionario. En la vida primero es el trabajo, y luego viene el éxito.
Por tan explicable motivo -el de no trabajar- aquel sujeto andaba siempre a la cuarta pregunta. Esta expresión, estar o andar a la cuarta pregunta, es muy bonita. Y, como muchas otras cosas muy bonitas, no se usa ya. La tal frase proviene de un antiguo uso eclesiástico. Cuando alguien pedía dispensa de pago para poder casarse, el sacerdote le hacía cuatro preguntas: nombre; lugar de origen; oficio, y -la cuarta- si era pobre, tan pobre que mereciera no pagar el estipendio que el sacerdote recibía por casar a una pareja. Por eso cuando alguien se hallaba en estado de absoluta pobreza la gente decía de él que andaba a la cuarta pregunta.
Así andaba siempre el protagonista de mi cuento. O de mi historia, pues lo que narro es rigurosamente verídico, si es que no histórico. Vivía el personaje del sablazo, de pedir prestado. A quienes le prestaban dinero más les habría valido echar sus pesos por el resumidero: mejores posibilidades habrían tenido de juntarse alguna vez con ellos. Antes de darle el dinero debían haber abrazado los billetes con cariño, y cantarles en voz bajita por lo menos la primera estrofa de la sentida canción “Las golondrinas”, pues jamás volverían a ver la cantidad.
Y ni se diga del alquiler de la casa en que vivía. La propietaria de la finca que ocupaba ese hombre se gastaba en botica las rentas de otras casas que tenía. Le había echado a su deudor hasta abogados -que es mucho echar-, pero el sujeto tenía amigos de cantina, y por ellos el juicio de desahucio dormía el sueño de los justos en un cajón del Tribunal.
No trabajaba este talísimo, lo dije ya. A sus compinches les decía con orgullo:
-Dos compañías andan atrás de mí.
-¿Cuáles? -le preguntaban éstos muy interesados en el buen trabajo que de seguro le iban a ofrecer a su contlapache.
Y contestaba él:
-La del teléfono y la de la luz.
Y es porque no pagaba los recibos.
Un día, al salir muy temprano para buscar a quien dar el sablazo cotidiano, se topó de manos a boca con un hombre en el frente de su casa. Llevaba el individuo unos fierros en las piernas, lo que motivó un profundo sentimiento de conmiseración en el personaje de mi narración. Echó mano al bolsillo y sacó una moneda de un peso.
-Tenga, buen hombre -le dijo con pesaroso acento al de los fierros-. Veo que sufre usted los terribles efectos de la poliomielitis. Sírvase aceptar este pequeño óbolo para que se ayude en su necesidad.
Lejos de agradecer la generosa dádiva le respondió el hombre, hosco y muy rudo:
-No se haga usted pendejo. Vengo a cortarle la luz.
Los fierros que el moroso deudor creyó aparatos para la polio eran en realidad el arnés con picos que se amarraban en las piernas los electricistas para subir a los postes de madera. Bendito sea Dios, lo que es la ingenuidad de la gente caritativa.