¿Diálogos o monólogos?
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Nuestros tiempos están marcados por una enorme soledad. Las tecnologías que en lo aparente ofrecen promesa de comunicación, de interacción, envuelven en oropel, en multicolores y atractivos papeles, una oferta de intimidad que finalmente se da en terrenos de suelo poco firme.
Usuarios de las redes sociales anhelan que la comunicación en ciernes, efímera, instantánea, cubra una cada vez más acuciante necesidad de continuar interactuando. Es la extensión de lo conversado en clases, la que prolonga la reunión, la que culmina mágicamente con imágenes de experiencias recientes.
La red funciona así y nos coloca en esa posibilidad de sintetizar en palabras e imágenes los mejores momentos de la jornada. Los problemas empiezan si el usuario no sabe de qué manera procesar lo que puede ser una ventaja de la red.
Redes como Facebook vienen a solucionar esas perentorias ansias de no estar solos, de burlar al silencio interior que tanto grita en la soledad. Pero, también, la red está para engrandecer algo que debiera, creo, ir preocupándonos: el narcisismo. Un narcisismo peligroso en el que empieza a sólo tener cabida lo que yo soy, lo que yo pienso, lo que yo necesito, lo que yo siento, lo que anhelo, lo que me preocupa, lo que yo entiendo, lo que yo asumo como bueno. Si bien la red puede venir a constituirse como un buen puente, un buen vehículo, para hacer salir de ella fortalecido al usuario en muchos de sus aspectos personales, lo malo es que en gran número de ocasiones sale reforzado de más: alarmantemente desfigurado. Más, cuando lo que debiera ser conversación se torna un abrumador intercambio de imágenes, las más de las veces propias. Es el poder de la fotografía, y esto hace recordar a un escritor. Cuenta que encontró a una señora con su hija, y él exclamó: “Señora, la felicito, qué hermosa hija tiene”, a lo que la dama respondió: “Y eso que no la ha visto en fotografía”.
No es la red la mejor aliada para ayudar a vernos tal y cual somos en la realidad. Poco ayuda para ver los defectos propios, para reconocer los errores, para enfrentar las consecuencias de los yerros. Más bien, la vida personal se presenta como envuelta en nubes de algodón donde nos instalamos muy cómodamente y a la cual es difícil abandonar.
Por otro lado, las redes sociales también están modificando la percepción y el uso del tiempo y de la información con que todos los días se enfrenta el usuario. Las informaciones cortas, decenas de informaciones cortas a lo largo de una jornada, la saturan y, con ello, con su abuso, vuelven improductivo al usuario. En esta categoría entra el WhatsApp, el que, como cualquier otra red no debiera presentar problema si bien empleado fuera. Pero lo representa justamente en el empleo excesivo e indiscriminado. En este radica la impresión de que existe una falta de productividad en los ámbitos de trabajo. El ver constantemente adherida a la gente al celular por los mensajes de los grupos del “whats”, no hace sino pensar en que número indeterminado de personas están volcadas en asuntos que poco o nada, muchas veces, tienen relación alguna con su actividad laboral.
Las redes, como se sabe, realmente ofrecen un sinnúmero de oportunidades para el desempeño eficiente del trabajo, para informarse, para mantenerse al día, para cultivar y mantener amistades y estar en contacto con los familiares. Si la red es medio alternativo para comunicarse con los seres queridos, su empleo es de alta utilidad. Si la red le informa, igual de bien. Si fortalece su trabajo, también. ¿Dónde, entonces, los límites? En no convertirse en el sustituto de las relaciones personales; en no convertirlo en el sucedáneo para la soledad y en no volverse improductivos por su causa. También, precaverse de la enorme carga narcisista que conlleva consigo. Mirarse al espejo no está mal. Pero pasarse el día regodeándose de sí mismo raya en algo que no es deseable para nadie. Y dejar de trabajar para vivir en el mundo virtual, menos.