Divorcio a la mexicana (II)
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Estos esposos tenían más de 30 años de casados. A esas alturas la relación entre ellos ya no era la misma del principio. El fogoso amor de los primeros tiempos se había ido apagando poco a poco. Dio paso a la indiferencia, y luego a un total alejamiento de almas y, lo que es peor, de cuerpos, pues las almas comoquiera. El hombre y la mujer parecían dos icebergs que fueran en forma paralela por un gélido mar. Ustedes habrán de perdonar el símil. Dijo el poeta que la peor forma de soledad es “la de dos en compañía”. Seguramente lo es.
Un buen día, sin saber cómo, apareció en su conversación la palabra “divorcio”. ¿Por qué cayeron en la idea? Ni el uno ni la otra acertarían después a explicar lo que ocurrió. Habían dejado de amarse, sí, pero se respetaban. No eran como aquellos casados que decían que entre ellos no había jamás ni un sí ni un no: solamente el puro qué te importa. Andaba cada uno por su lado; ya ni a las bodas iban. Eso sí: ni él ni ella andaban por otro lado, quiero decir en plan húmedo, en malos pasos adulterinos. Igual les habría sido seguir juntos. Pero unos compadres suyos se habían divorciado, y ellos pensaron que también podían darse ese lujo. ¿Para qué es entonces el dinero?
Al principio la prole se consternó al saber la noticia del divorcio.
-Seguramente son cosas de mamá -dijeron las hijas.
Y los hijos dijeron:
-Han de ser cosas de papá.
El complejo de Edipo y el de Electra, sabe usted.
Después aquello les pareció lo más natural del mundo, si se exceptúa el agua no embotellada. Además era mejor así: preferible divorciarse a vivir como habían vivido el abuelo y la abuela, que se mantuvieron juntos hasta el final de sus respectivas existencias, pero él le decía a ella “vieja pendeja”, y él le decía a él “viejo cabrón”.
Se divorciaron, pues. Él se fue a la casa de su mamá, y ella se hizo un peinado que su marido nunca le dejó hacerse, muy parecido al de Elizabeth Taylor en la película “Cleopatra”, con Richard Burton. Ya divorciados los dos se sintieron estupendamente. Lo mejor de la libertad es que es muy libre.
Cierto día él la llamó por teléfono.
-¿Cómo estás?
-Muy bien -respondió ella luego de una pausa-. ¿Y tú?
Él vaciló también antes de contestar:
-También.
Hablaron brevemente, y luego ella le preguntó el número de su teléfono. Pocos días después fue ella la que habló:
-¿Cómo estás?
-Bien -respondió él-. (La pausa antes de contestar fue ahora más larga). ¿Y tú?
-También.
Y fue mayor también la vacilación de ella al contestar.
Una tarde hicieron una cita. Se trataba nomás de ir a tomar un café. Hablaron bastante, y casi todo lo que hablaron fue para responder a una pregunta que surgió muchas veces en la plática: ¿te acuerdas?
Ya no alargo más la narración. Me gustaría decir que este hombre y esta mujer han vuelto a vivir juntos. ¿A quién no le gustan las historias con final feliz? Nada más a Dostoievski. Pero no puedo echar mentiras: ella sigue en su casa, y él sigue en la de su señora madre. Pero con la mayor reserva voy a poner aquí algo que me contó una de las hijas de esta extraña pareja de mi historia. Me dijo la muchacha con sonrisa traviesa:
-Papá y mamá salen juntos una vez por semana, y regresan oliendo a jabón chiquito.
Ese “jabón chiquito” es el que se usa en los moteles. Bendito sea el Señor.