El cotidiano apocalipsis de la velocidad
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Por: Jesús Carranza
La semana pasada los destinos de Jaime y Marcos se cruzaron, exactamente el domingo a las 6:30 de la mañana. Marcos se dirigía a su trabajo. Jaime iba en completo estado de ebriedad a una velocidad de 180 kilómetros; impactó el vehículo de Marcos, matándolo al instante.
La noche del sábado, Marcos Guerra, de 26 años de edad, se fue a la cama temprano para al siguiente día levantarse temprano, como lo hace la gente que tiene que trabajar los domingos. A esa misma hora, Jaime Villa Liñán se encontraba en plena juerga.
A las 6:00 de la mañana del domingo, Marcos se levantó, se tomó una taza de café, se bañó, salió de su casa y tomó su vehículo para dirigirse a su trabajo. En algún lugar, mientras tanto, Jaime se dispuso a cambiar de antro para seguir embriagándose.
Ambos emprendieron su camino, por la carretera de los destinos encontrados. El hombre de familia, a su trabajo. El homicida involuntario, a truncar la vida de un hombre de familia.
En el bulevar Emilio Arizpe de la Maza, al sur de Saltillo, los destinos de Jaime y Marcos se cruzaron. A 180 kilómetros por hora –una velocidad suicida, ¿o será que el alcohol anula el sentido de la velocidad?-, el vehículo de Jaime impactó el de Marcos. El cuerpo de éste fue trasladado al Semefo; no llegó por su propio pie al trabajo, ni más tarde a su casa. Su esposa y sus hijos se quedarán esperándolo por siempre. Le sobreviven su mujer, un niño de 2 años y una bebé de escasos 11 meses de nacida.
Mientras la esposa y los niños tratarán de acostumbrarse a la ausencia del padre, el homicida, Jaime, saldrá un día nada lejano de la cárcel y continuará con su vida de todos los días.
Seguirá divirtiéndose, riéndose de las circunstancias. Quizá el día que salga de la cárcel sus cuates le organicen otra parranda para festejar su libertad, con mujeres, licor y abundante cheve. Para Jaime, continuará la vida como si nada hubiera pasado. Sin embargo, la familia de Marcos, su víctima a la que ni siquiera conoció, pues las velocidades desorbitadas no se prestan para las presentaciones formales, llevará una herida por siempre.
Ese mismo fin de semana, pero en la carretera estatal que conduce a ese páramo llamado San Antonio de las Alazanas, una mujer que conducía su vehículo en completo estado etílico invadió el carril contrario y se estrelló contra una camioneta en la que viajaba una familia. Afortunadamente, nadie perdió la vida en este accidente.
El automóvil que conducía la borrachita era un compacto y la familia tripulaba una camioneta, la diferencia de peso y de dimensiones entre los vehículos, evitó que los ocupantes de la camioneta, las víctimas en este caso, sufrieran heridas de consideración.
En otro punto de la ciudad, en el bulevar Nazario Silvestre Ortiz Garza y periférico Luis Echeverría, otro conductor ebrio que se desplazaba a exceso de velocidad se volcó. Afortunadamente no había otro vehículo que se interpusiera al paso de este salvaje, así que solamente hubo daños materiales que corrieron por su cuenta y riesgo.
Mientras la borrachita y el sujeto que volcó su automóvil debido al exceso de velocidad se curaban la cruda, el cuerpo de Marcos era entregado a sus familiares para que lo velaran. Jaime fue llevado a la cárcel para que responda por el cargo de homicidio culposo. Todas estas historias podrían sonar como corridos del Piporro, por su carácter grotesco y su desmesura. Pero en uno de los casos se perdió una vida, lo cual instaura de inmediato la tragedia y vuelve caduca e innecesaria toda moraleja.
A propósito: por ahí andaban, por estas calles de Dios, unos grupitos de ciudadanos ofreciendo amparos contra las fotomultas por exceso de velocidad. Sería bueno que esos mismos sujetos se encargaran de paso de la defensa jurídica del homicida Jaime, quien como alma que lleva el diablo, despachó al otro mundo a Marcos, quien nada debía ni temía.
La del estribo
En el Senado de la República están poniendo todos los empeños para que en la próxima visita que realice a México el Papa Francisco, en el mes de febrero, vaya éste a una sesión solemne con todos ellos. Si tienen ganas de hincarse ante el Pontífice, en compañía de sus familias, podrían escoger un recinto menos republicano. Váyanse a la Catedral Metropolitana, señores, donde quedarán como cristianos anónimos, sin fuero y sin incómodos paparazzi. Pues como ya todos sabemos, la Patria nos dio un paparazzo en cada mexicano que porta un teléfono celular. Y a joderse, como dijo el otro.
www.jesuscarranza.com.mx