El cura y la mula de seises
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Tamaulipas, que tantas desgracias sufre en estos días, es un estado rico en tradiciones. Son incontables los personajes que en sus pueblos y ciudades han dejado memoria de sí por su travieso ingenio, sus picantes dichos o sus desaforados hechos.
Entre esos personajes figura el padre Chuyito, de Ciudad Victoria. Sacerdote, era apasionado jugador de dominó. Dominaba el dominó, pero el dominó lo dominaba también a él: movido por su afición al juego el padre Chuyito no vacilaba en meterse en lugares no muy católicos con tal de hallar a alguien con quien entablar una partida fragorosa de su juego favorito.
Cierto día fue a una cantina de barriada en la que solía encontrar a tres amigos suyos, consumados y expertos jugadores de dominó, como él. Los dos que formaban la pareja rival se encontraban ahí, pero no estaba su compañero acostumbrado.
El padre Chuyito traía muchas ganas de jugar, de modo que se dirigió a un hombre que bebía en la barra y le pidió que fuera su compañero en la partida.
-Perdóneme, padre –se disculpó el sujeto–, pero no sé jugar al dominó.
-Es un juego muy fácil, hijo –lo animó el sacerdote, ansioso por jugar su partida cotidiana–. Yo te lo explico.
El otro se avino, y el padre Chuyito le impartió una brevísima lección acerca de la técnica del juego. Una vez realizada esa sucinta pedagogía empezó la partida.
Naturalmente los rivales dieron una paliza de órdago al padre Chuyito y a su inexperto compañero. Éste jugó tan mal, tan desatinadamente, que llegó al extremo de ahorcarle la mula de seises al mohíno sacerdote.
No se rindió el padre Chuyito: le dio otra explicación más detenida al individuo; le hizo notar los errores que había cometido y le dijo cómo debía evitarlos.
Empezó otra vez el juego, y otra vez el tipo incurrió en monumentales equivocaciones, con lo que la partida se volvió a perder.
El padre Chuyito quedó corrido y enojado, y además con la obligación de pagar la cantidad que había apostado a sus rivales, a quienes erradamente se había sentido capaz de vencer aun llevando de compañero a un novato.
Éste se apenó mucho.
-Yo le dije que no sabía jugar, padre –le dijo, atribulado, al sacerdote–. Perdóneme por favor.
-Mira, hijo –le respondió el padre Chuyito mascullando cada palabra con rencor–. En la iglesia te perdono, porque ésa es mi obligación, ¡pero aquí vas y chingas a tu madre, por pendejo!