El día que Jack destripó la ópera
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“¡Oh! Si fueras mía velaría como un guardián por tu dulce vida”, dice Alfredo a Violetta con apasionado canto a los pocos minutos del inicio de La Traviata, ópera de Giuseppe Verdi. Acto seguido (literalmente), los enamorados viven en una alegre casa campestre en las cercanías de París. Ella era una cortesana, una prostituta aristocrática; pero renuncia a la vida disipada en aras del amor verdadero. El idilio pronto se desvanece. “Ámame Alfredo, tanto como yo te amo”, profiere en cantos Violetta, y lo abandona. Pero él no sabe que su propio padre la convenció de alejarse: la familia tiene una reputación que cuidar. La busca y la humilla arrojándole billetes; unos que paguen todos los días que ella, prostituta, le acompañó. ¿Hace falta más drama en este argumento para que rueden las lágrimas? Por supuesto, ¡es el siglo XIX!
El padre se conmueve y Alfredo conoce la verdad. Regresa a Violetta, per es demasiado tarde; el asesino serial del Romanticismo se encontraba agazapado tras bambalinas desde el primer acto: la tuberculosis.
“¡Ah! Vuelvo a la vida. ¡Qué felicidad!”, dice Violetta, y se desploma entre dramáticos exabruptos musicales.
***
“Hoy te encuentro tan hermosa... Tu pelo me recuerda al frescor de la mañana” “Es que acabo de bañarme.”
¿Pero, de dónde salió este diálogo? ¿Quién destripó al romanticismo de manera tan fría? La ópera “Lulú” de Alban Berg se estrenó en 1937.
Cuando era niña, Lulú vendía flores a las puertas de un café. Para completar los gastos, robaba. Luego, encontró en el doctor Schön a un protector, pero también a un maestro, a un pervertidor. En la lista de personajes de la ópera, cuatro se presentan como “enamorados de Lulú”; tres de ellos, esposos; y una condesa “lesbiana, enamorada de Lulú”. Ella es definida por sus amantes, tiene un nombre para cada uno de ellos. Puede ser Mignon, Nelly, Eva o Lulú, según como su acompañante quiera llamarle. Además, tiene una historia para cada uno de ellos. En esta ópera no hay arranques melodramáticos. La música es testigo y sustento del drama, pero no contribuye a exacerbar los apasionamientos. El argumento rebosa de muerte: un infarto, un suicidio, cuatro asesinatos. Pero son poca cosa. Ni siquiera la música se exacerba en luctuosidades o arrebatos ante los cadáveres.
“Mignon, ¡te amo!”, dice Alwa. “Yo fui la que envenenó a tu madre”, responde Lulú, quien, compases después, mata a su protector-pervertidor-esposo, el padre de Alwa. Pero no pasa nada. Ambos se acompañan hasta el final.
Lulú es encarcelada por el asesinato, pero logra escapar gracias a su enamorada, la Condesa, quien la suplanta. Huye a Londres con sus acompañantes, sabedores de sus delitos, chantajistas. Allí se dedica a “hacer calle”: no es una prostituta aristócrata como Violetta, no hay Alfredo que quiera ser el guardián de su dulce vida. Después de estar con ella, el último cliente exclama: “Ha sido un buen trabajo”. Es Jack el destripador. Las vísceras de Lulú se confunden con las de la ópera romántica, que yace muerta su lado, renaciente.