El espíritu de la infancia es un regalo entre los escombros
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Es un recuerdo que tengo tan presente como si hubiera sucedido ayer.
Salíamos de un templo en Parral Chihuahua, donde habíamos asistido al bautizo de una sobrina de mi mamá. Yo tenía 8 años. Era el 6 de agosto de 1945. Y de repente empezaron a repicar todas las campanas de los templos y a sonar el pito de “la Prieta”, así llamaban a la mina de la ciudad. Los voceadores gritaban anunciando el titular de “El Correo de Parral”. Eran las seis de la tarde y recuerdo muy bien las sonrisas y la explosiva alegría de todo mundo que compraba el “extra” del periódico y la gran noticia: “Japón se rindió. Terminó la guerra”.
No comprendí tanta alegría de tanta gente. A esa edad uno no comprende ni la tragedia ni el final, no sólo de la guerra, sino del hambre, de la muerte, de las bombas y de la destrucción económica, laboral, urbana, cultural y sobre todo humana. No comprende que en cada una el espíritu del hombre se queda sobreviviendo en los escombros de la estructura social, que había sido construida con el esfuerzo cotidiano de tantas décadas”.
Tanta alegría me contagió. Y a pesar de que las condiciones de pobreza, de las limitaciones de habitación y comida no cambiaron, el ambiente era diferente. Regresaron las risas y las caricias, la ternura y el cariño reprimidos por las pesadillas y temores, empezaron a renacer. Aunque era niño ese cambio si me regaló un vivir diferente en esas vacaciones.
Hoy comprendo porque los adultos nos preocupamos y tenemos miedo del contagio global pandémico. El mundo de los niños es el interior del su corazón. Su mundo es el cariño, la ternura y las caricias amables que reciben. Ese es su alimento y la vacuna contra el miedo. No es la comida que alimenta el cuerpo, sino el amor con sus múltiples lenguajes, el que alimenta su espíritu y constituye su mundo sustentable”.
Los adultos a medida que crecemos en edad, vamos sustituyendo ese m mundo interior, por el mundo de la “realidad exterior”, que pronto se convierte en la única realidad que sustenta y alimenta y enriquece y da la seguridad del presente y del futuro al ser humano.
El confinamiento que soportamos nos defiende de la enfermedad y nos rescata por un tiempo de una realidad que anuncia grandes pérdidas humanas, económicas y materiales. Ese futuro no es una fantasía, es una realidad numérica y un pronóstico de una recesión peor que la de la Segunda Guerra Mundial. La “pandemia” es un incendio voraz que no sólo consume vidas sino ilusiones, sueños, estilos de vida, formas de vivir y educar, culturas convertidas en idolatrías de lo superfluo, lo artificial, lo trivial que han deshumanizado a los pueblos y sus civilizaciones.
Todo eso no es la tragedia que nos espera. Al contrario es una redención del espíritu humano que se verá libre desde los escombros en donde palpita y donde se rebela ante tanta estupidez y explotación inhumana que con máscara de progreso (material y económico), lo ha silenciado con un ‘tapabocas’ cada vez más esterilizante.
La realidad de lo humano, es la realidad del espíritu del niño. Ese espíritu que a lo largo de la historia de guerras y pandemias ha sido el autor de nuevas culturas, el creador de nuevas ciencias y civilizaciones, el fuego que renueva una nueva conciencia del amor humano. Ese espíritu es el gran regalo que Dios dio y mantiene en el “ser” de lo humano.