El faro que hace falta
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En días pasados se celebró el Día Internacional de la Juventud, instituido por la ONU. También en los presentes días terminaron las vacaciones para los jóvenes y retornaron a las aulas. Desde hace décadas ha ido creciendo la pregunta de padres, maestros y de la sociedad ¿Qué sucede con nuestros jóvenes? Ya no son iguales a como éramos nosotros. Su comportamiento es diferente y desafiante, sus deseos no tienen un lejano horizonte, son inmediatos, sensoriales, tan libres que parecen carentes de límites.
Sin embargo, regresan a la escuela, presentan tareas y exámenes con la única preocupación de pasarlos sin interés en aprender los contenidos, de tener entusiasmo por la ciencia, la literatura, la música o cualquier arte. Los antros, las series televisivas, los estadios, torneos y campeonatos se han robado su pasión. La droga, la sexualidad y el alcohol han dejado de tener límites operativos.
Confieso que esta descripción es una generalización que más bien debe dosificarse en un espectro que va desde lo negro hasta lo blanco, pasando por diferentes tonos de gravedad. Ni todos son negros ni todos son blancos, ni todos desobligados, ni todos asiduos y comprometidos.
Durante mis años de trabajo en psicoterapia y asesoría de desarrollo humano, frecuentemente acuden padres responsables, sorprendidos por esta nueva cultura juvenil, fuente de conflictos severos, de discusiones agresivas, humillantes, irracionales que van generando no sólo un ambiente inestable y amenazante, sino unos patrones de relación familiar que erosionan y destruyen a la familia y sus valores.
La mayoría de los padres ignora que sus niños están ingresando a la etapa de la adolescencia. Todos conocen la palabra adolescencia, pero no saben que es un proceso existencial, varios años de transición entre la niñez y la adultez. El adolescente no sabe cómo ser adulto. Conoce las reglas y las obligaciones que le incumben, pero se desconoce a sí mismo: no sabe qué hacer con sus sentimientos nuevos que lo abruman y desconciertan, no sabe por qué siente miedo y coraje, qué hacer con su sexualidad y sus afectos, con los múltiples placeres que ahora le ofrece un mundo que él apenas está descubriendo. Y no tiene más remedio que aprender a vivir lo nuevo y lo extraño a base de ensayo y error.
Además la sociedad actual no ofrece un faro esencial, un norte definido que pueda orientar su caos personal e interaccional, una razón para caminar con esfuerzo, un sentido para vivir y construir con sus estudios, sus amores, sus trabajos y relaciones una identidad propia que le dé una razón para habitar este planeta, para ser persona.
Nuestros procesos educativos han abandonado a los jóvenes al caos. Los han llenado de frases y videos románticos, técnicas, trofeos, diplomas, maquillaje, ropa de marca y de moda. Pero han dejado de cultivar el ser de la persona. Todos esos son intentos de respuestas efímeras a la pregunta fundamental: ¿para qué existo? Desde hace décadas las personas y los jóvenes andan buscando una respuesta personal a esa pregunta que antes se respondía mecánicamente con obligaciones y tareas, con ritos impersonales, pero acostumbrados, y que hoy requiere una respuesta personal y evolutiva.
Hace décadas los Beatles sorprendieron con su melodía “Let It Be”. Hoy sigue vigente. Pero también sigue vigente la preocupación de los padres responsables: ¿Cómo “ayudo a mi hijo a ser persona?. Ese es el reto y el principal problema actual… tan antiguo como ¿to be, or not to be?... that is the question.