El mal de los viejos; resienten el aletazo de la mortandad del coronavirus
COMPARTIR
TEMAS
A este estrato de la sociedad, al cual pertenezco, es donde se está cebando la gripe asesina
Perdón por insistir, pero para mí siguen siendo días normales. La “normalidad” con todo lo anormal que tienen estos meses de espanto. La gente, los ciudadanos no aguantan más encerrados. Cuando se vive al día y a 40 grados centígrados en casas de lámina, hacinados y con un solo sanitario, aquello es un infierno. ¿Comida en la despensa y en el refrigerador? Pues eso es cosa de planeación y el tener ahorros, no es cosa de hacerlo ya, de un día a otro (al estilo del cacique de Macuspana, Andrés Manuel López Obrador), como se dio la orden federal. Sin consultar ni avisar. Días negros sobre México y nubarrones cargados de fiera tormenta en contra de ese segmento de la población al cual pertenezco: la vejez.
No se dice “adultos mayores”, “adultos en plenitud”, ¡bah!, palabrería huera. Uno es viejo, así de sencillo. Ser niño afortunadamente se cura más o menos rápido. Es cuestión de madurez. La enseñanza de la Biblia es clara al respecto. Mucha gente dice una de las muletillas más estúpidas (todas las muletillas son para gente normal), como si fuese una feliz gracejada: “sé de nuevo niño, saca al niño que traes dentro”. ¡Puf!, nada más infame y pedestre que eso. Dice la Biblia (si usted cree en ella, claro), específicamente en la primera epístola de Pablo a los Corintios13.11 se lee a la letra: “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; más cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño”. Caramba, crea usted o no en la Biblia, la enseñanza es tal cual la de un filósofo como Demócrito, Friedrich Nietzsche o Emil Cioran: hable como hombre, piense como hombre, juzgue como hombre. Afronte usted la pandemia como hombre.
Repito: soy viejo. Nada de ser “adulto mayor”, “adulto en plenitud” y esas barrabasadas de las nuevas generaciones. Son términos eufemísticos, tal vez hasta jurídicos, pero lejos de la vida real y literaria. Uno es viejo, se acabó. Y viejo viene del latín “veclus”, “vetulus”; es decir, de cierta edad, y claro, más atrás, de “vetus”, viejo. Trate de encontrar una buena definición de “adulto mayor”, “adulto en plenitud” en los Diccionarios. ¡Puf!, no la hay. Pura ignorancia y el temor a las correctas palabras y lenguaje. Y a este estrato de la sociedad, al cual pertenezco, es donde se está cebando la gripe asesina llamada coronavirus. Ha matado a miles de ancianos en todo el mundo, pero en Italia y España ha dado fuertes coletazos de mortandad. Asilos de ancianos enteros fueron arrasados por el virus chino. Cuando se tienen las defensas inmunológicas bajas, este virus o cualquier otro harán estragos en su humanidad y, claro, la debilidad más el virus lo llevan a la tumba. Yo tengo 55 años y digo que estoy viejo, lo cual lo repito, me place. Pero imagino igual, hay gente a los 70 u 80 años que no se sienten ni se miran a sí mismos viejos.
ESQUINA-BAJAN
Los viejos están resintiendo en todo el mundo el aletazo de la mortandad. Y justo cuando esta epidemia se desataba y empezaba a causar ecos de pánico y sacudidas en todos lados, yo iniciaba la lectura de una obra de Virginia Woolf, libro el cual tenía un buen tiempo en mi mesa de lectura de noche a un lado de la lámpara nocturna. Es “La Señora Dalloway”, novela fechada en 1925. Al día de hoy ya lo terminé, y sí, el libro se deja leer con gusto y placer. El libro es una exploración por la vida y la psique de los personajes de Londres de finales del siglo 19 y principios del siglo 20. Toda la acción de la trama sucede en un día de julio de 1923, en ese Londres sumido por siempre en su propia neblina y melancolía.
Con una batería de personajes elogiosa, en cada uno de ellos Virginia Woolf refleja parte de ella misma, sus lecturas y apetencias, y nos delinea las pulsaciones, anhelos, esperanzas, derroteros y las filias, traumas y fobias de dichos protagonistas, los cuales caminan y navegan con su propio signo de ceniza en la frente. La señora Dalloway, de apenas 50 y tantos años de edad, es como un pájaro, tenía “algo de grajo, azul-verde, leve, vivaz, a pesar de que ya había cumplido los cincuenta, y de que se había quedado muy blanca a raíz de su enfermedad”. Perfectamente engalanada y emperifollada, su vida transcurre mecánicamente al lado de su esposo, un burócrata, Richard Dalloway, de quien toma el apellido y en el cual ella se hace sombra, se mimetiza, luego se hace nada. Los recuerdos se agolpan y se remueven cuando regresa de la India un tal Peter Walsh (exenamorado de ella), y es cuando la señora de Richard, Clarissa Dalloway, se pregunta si hizo en su momento la elección correcta: ser la Sra. Dalloway.
Lea el siguiente fragmento donde se define a la señora de la novela: “Pero ahora a menudo este cuerpo que llevaba… con todas sus facultades, le parecía nada, nada en absoluto. Tenía la rarísima sensación de ser invisible, no vista, desconocida; ya no volvería a casarse, ya no volvería a tener hijos ahora, y sólo le quedaba este pasmoso y un tanto solemne avance con todos los demás por Bond Street, este ser la Señora Dalloway, ahora ni siquiera Clarissa, este ser la señora de Richard Dalloway”. Caray, puntilloso párrafo que retrata de manera terrible y magistral la eterna discriminación y sumisión de la mujer con su marido. Y usted lo recuerda, es aquello de no tener vida ni presencia propia, el no tener identidad, vaya, ni nombre propio: es aquello bíblico de la mujer de Lot. La mujer de Lot se convirtió en estatua de sal al volver la vista atrás. ¿Cómo se llamaba esta mujer? Pues no tenía nombre, es uno de los principales ejemplos de la despersonalización de la mujer como tal, ni nombre tenía. Sólo se le conoce como la mujer de… su varón, Lot (Génesis 19.26).
LETRAS MINÚSCULAS
El pinche virus chino ha sido muy rudo con los viejos (vea lo del contagio masivo en el asilo de ancianos de Monterrey). ¡Puf!