El panderetero
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Una cena en San Miguel de Allende hizo reflexionar para tomar a septiembre como el mes de la conciencia
Según el Coneval en México en 2016, el 51.1 % de los menores de edad se encontraban en pobreza y ¡el 9% de ellos, en pobreza extrema!
La indigencia infantil es signo de la insensibilidad de un país, es triunfo del egoísmo y representa la cara más cruel de la indiferencia.
El imprescindible Neruda cantó: “Cuando nací, / pobreza, / me seguiste, / me mirabas / a través / de las tablas podridas / por el profundo invierno”.
Este canto es un manifiesto universal en contra de la exclusión; de esa miseria producto del egoísmo, la intolerancia, la corrupción, la insensibilidad; que hace del dolor mercancía de cambio. Pobreza multidimensional que germina bajo la protección de la injusticia.
Marginación que progresa, como si fuese una realidad inevitable debido a las políticas públicas, hoy estructurales, que diariamente condenan a millones de personas a sobrevivir en el infierno del abandono.
RECUERDO…
Era una de esas noches que emanaba la frescura de septiembre, clima característico de la colonial ciudad de San Miguel de Allende. Yo había sido requerido para impartir una conferencia a una empresa internacional. Previamente me habían invitado a una cena de gala, que cerraría la jornada de ese encuentro empresarial.
El director de la empresa me había comentado que la cena estaría amenizada por un grupo, pero no me dio más detalles. Efectivamente, casi a las 11 de la noche, los invitados empezamos a escuchar el sonido de las guitarras, de las mandolinas y de un insistente y repetitivito pandero y, desde luego, de voces melodiosas que cantaban: “Noche de ronda, que triste pasas. Qué triste cruzas por mi balcón. Noche de ronda, como me hieres como lastimas mi corazón...”
LA ESTUDIANTINA
Como una escena teatral, del espacio de las notas apareció una cuadrilla caracterizando a caballeros españoles del siglo XVI, de rostros bohemios y alegres, ataviados con una estupenda vestimenta: chaquetillas con mangas afaroladas, calzón corto hasta debajo de la rodilla, medias blancas y adornos de encaje. Todos portaban una banda de seda en el pecho en forma de “V”, una capa de paño atada bajo el brazo izquierdo, un sombrero de dos o tres picos, y sin faltar las cintas de intensos colores colgadas de las solapas, que según investigue, representaban los triunfos o recuerdos de muchas cosas, entre ellas conquistas, ligues y aventuras amorosas.
Magnifica sorpresa fue la actuación de esta estudiantina (o Tuna), de esas que en Guanajuato abundan, que recorren los callejones cantando y tocando rondas para socorrerse de la gratitud de los turistas y los enamorados.
Esta estudiantina fue formada como una manera de subsistir de sus integrantes: los caballeros no daban señas de ser estudiantes despreocupados, menos de ser jóvenes andantes.
¡UFF!
Fue entonces cuando apreció. Ahí estaba alineado entre los grandes, meciéndose con su indumentaria al sonsonete de la música. Apenas tendría cinco años. Sus ojillos redondos, limpios y avispados hablaban de un chiquillo inquieto. El peinado revoloteado denunciaba que fue estrujado de un breve sueño para cumplir con este último compromiso. La cara chorreada, los “tenis” agujerados asomaban rasgados calcetines, su flacucho semblante revelaba su vulnerable condición social.
Este chico era el panderetero de la tuna. El pequeñín, que movía armoniosamente los cascabeles del instrumento para meter ritmo a las rondas, entre canción y canción, fue acaparando la atención y simpatía de todos los asistentes.
A pesar de su evidente cansancio y hambre manifiesto, contagió a todos con su pasión.
PRIMERA COMIDA
Fue entonces cuando lo sentaron a mi lado para que el pequeño cenara, al tanto que la estudiantina seguía celebrando.
Se me hizo un nudo en la garganta al verlo cenar, ciertamente tenía tiempo de no degustar la carne, porque se llevaba el alimento como si hubiese acabado de descubrir un tesoro. El pan, literalmente lo devoraba y hasta lo usó para expurgar completamente el plato. ¿Y el postre? Pues ni para el arranque: dos servidas apenas fueron suficientes para saciarlo. Al terminar pidió permiso de llevarse algunas piezas de pan, mismas que despreocupadamente hundió en sus bolsas holgadas.
Mientras comía le pregunté si le gustaba andar con la estudiantina, me dijo que tenía dos años acompañando a “los grandes” para ganarse la vida y que siempre lo invitaban a todas las presentaciones, que al final le compartían unos pesos que servían para ayudar a su mamá.
Me enteré que vivía en un rancho a las afueras de San Miguel, que su vida era trabajo y trabajo, que trabajaba con su papá en la labor y a su mamá ayudaba con el cuidado de sus pequeños hermanitos. Supe que, ese día, en ese momento, llevaba más de doce horas trabajando.
IMPOTENCIA
Al ir conversando sentí tristeza y luego rabia. Me acordé de las risas de otros niños que, siendo de la misma edad de ese pequeño, dormían apaciblemente. De esos infantes que en sus vidas no existían economías; vi a esos pequeños agraciados que siempre van a la cama cenados y que, al despertar, corren a la escuela bien vestidos y que luego regresan a casa estudiados y jugados.
Pensé también en mis alumnos universitarios, la mayoría agraciados por la vida, soñando futuros, entretejiendo sus vidas en circunstancias de abundancia.
SUBSISTIR
A media que platicaba con este pequeño iluminado, la música se diluía. Intenté internarme en su corazón, en sus lejanas realidades y así, paulatinamente, surgió la mirada afligida y melancólica del otro México, de un país desconocido o ignorado, del país que no le interesa la economía global, ni las reformas, ni los discursos de esos políticos retóricos que han teñido sus almas de corrupción.
Brotó el México hambriento, traicionado, sufrido, que todos los días muere en la miseria. De un México estoico obligado a cantar, pero sin llorar. De esos niños, como el panderetero que, para subsistir, deben alegrar a los olvidadizos, a los transitorios, a los indiferentes de sus realidades.
El pequeño, al terminar de cenar, agradeció, y luego con sus precarias manos tomó su pandereta para, con nuevos bríos, empezar a rascarla, ahora para mí, con el ritmo de la inocencia perdida, entonces de su cara germinó lo que posiblemente representaba la seguridad de su pan diario: una sonrisa luminosa.
SIEMPRE CELDRIK
Entonces, comprendí que ante Celdrik, el niño paupérrimo de la estudiantina, ante panderetero del México ignorado, éramos espectadores, pero por una diferente y terrible razón: la derivada de la indigencia y dureza del corazón, de esa indigencia que bastantes mexicanos acarreamos en el alma por ignorar a los Celdrik de México, sin darnos cuenta que, con esta amnesia, vivimos muriendo.
Desde entonces Celdrik vive en mí, recordándome que cambiamos a los imperialistas de antaño por el sonar de las campanas y vítores de un cruel sistema guiado por esos innombrables que continúan carcomiendo al país; que vivimos en esas penumbras derivadas del egoísmo; que habitamos en un vacío existencial provocado por una indiferencia que impide hacer más iguales a los desiguales, sobre todo a esos pequeños pandereteros de México llamados “Celdrik”.
Desde ese lejano encuentro, septiembre para mí dejó de ser el mes de la “Independencia”, del llamado “Grito”, pues se transformó en el mes de la conciencia; no el mes de los fuegos artificiales, tampoco de la retórica insultante y agónica de la mayoría de los gobernantes, sino en el quehacer diario, de esas exigencias que aún nos reclaman nuestros inmensos patriotas: la justicia, la integridad, la inclusión, la honestidad, la solidaridad y la responsabilidad social ejercida desde nuestras trincheras personales.
Gracias a este pequeño, pude comprender que septiembre no es un mes para celebrar, sino para reflexionar y actuar para que México y sus héroes “vivan”. Para honrar, desde el esfuerzo cotidiano de nuestras personales manos, el grandioso legado y la memoria de los imprescindibles de nuestra historia. De todos los que forjaron la patria, de esos personajes que hoy, urgentemente, nos demandan justicia social, nos demandan pasar del “mito a los logros sociales”.
¡Seremos libres, también independientes cuando todos los mexicanos los sean! Propongo: lograr este desafío moral mediante la potencia de la educación. La causa es México.
cgutierrez@tec.mx
Programa Emprendedor Tec de Monterrey, Campus Saltillo
Brotó el México hambriento, traicionado, sufrido, que todos los días muere en la miseria. De un México estoico obligado a cantar, pero sin llorar.
El pequeño, al terminar de cenar, agradeció, y luego con sus precarias manos tomó su pandereta para, con nuevos bríos, empezar a rascarla, ahora para mí, con el ritmo de la inocencia perdida.
Desde entonces, desde ese lejano encuentro, septiembre para mí dejó de ser el mes de la “Independencia”, del llamado “Grito”, pues se transformó en el mes de la conciencia.
De todos los que forjaron la patria, de esos personajes que hoy, urgentemente, nos demandan justicia social, nos demandan pasar del “mito a los logros sociales”.
¡Seremos libres, también independientes cuando todos los mexicanos los sean! Propongo: lograr este desafío moral mediante la potencia de la educación. La causa es México.