El patriarca (200 años)
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Hace algunos años, específicamente en 1995, el académico norteamericano Harold Bloom (Nueva York, 1930) se apropió del mundillo literario universal y lo hizo estallar como una pompa de jabón. Publicó un libro hoy clásico sobre los libros y la lectura: “El canon occidental”. Dos bandos irreconciliables no se hicieron esperar: los que estaban a favor de esta catalogación, este encasillamiento y selección de lo más granado de la literatura occidental y claro, los que estaban en contra de dicho corsé, de dicha camisa de fuerza escrita a la medida por el profesor universitario para el mundo anglosajón. Libro provocador que en su momento causó un sisma de proporciones insospechadas (aún hay réplicas de aquel terremoto). Y Bloom, como buen norteamericano, se abrogaba la soberbia de encasillar, clasificar y/o descartar a todo autor que osó pasar por su bisturí crítico.
El canon gira entonces en torno a dos patriarcas, dos santones en lengua inglesa: William Shakespeare (insoslayable) y Walt Whitman (1819-1892). El capítulo referente al poeta nacido cerca de Nueva York, se titula precisamente: “Walt Whitman como centro del canon norteamericano”. El patriarca de las letras norteamericanas arriba en este 2019 a los 200 años de su natalicio. Cifra redonda, perfecta, la cual obliga a los homenajes y a la edificación de estatuas. Nada mal para un autor que apenas fue a la escuela, pero el cual dejó una huella, una impronta en la poesía no sólo norteamericana sino universal y hasta el día de hoy.
Días de combate. Un verso, un lamento por otro santón, Abraham Lincoln, dice: “La última vez que florecieron las lilas en el huerto”. Jesucristo, para decirlo con Víctor Frankl, una y otra vez vuelve a morir, en una pasión cristiana y eterna. Escribe Whitman: “En vano me atravesaron las manos con clavos./ Recuerdo mi crucifixión y mi sangrienta coronación/ Recuerdo a los que se burlaban y los insultos abofeteándome/ El sepulcro y la blanca sábana me han delatado/ Estoy vivo en Nueva York y San Francisco,/ De nuevo recorro las calles después de dos mil años”. ¿Ya lo notó el avispado lector? No es entonces gratuito entonces que Whitman haya sido hijo de un carpintero londinense y de madre holandesa. En él se cumple entonces el destino de todo cristiano en país ajeno en el cual se mueve y maneja como forastero (hoy se les nombra migrantes). Sus versos, plagados de una fuerza divina, despojados de la mortaja académica y de las cadenas atávicas del encabalgamiento y rima obligada, dan cuenta de un nuevo renacer, de una tierra pródiga en el cual todo –como en el Génesis– tiene que ser nombrado para que exista. Sí, la tierra, la nueva tierra que mana leche y miel: Norteamérica.
ESQUINA-BAJAN
Whitman escribe en su verso libre: “En la noche fría, el ganso salvaje guía la bandada;/…/ El alce ligero del norte,/ el gato que dormita en el umbral,/ el vencejo,/ el topo, las crías de la cerda que tiran de las ubres/ y los pollos de la galli-pava…” Se lee en Deuteronomio 10, versículos 14 al 22: “Mira: de Iahveh tu Dios son los cielos y los cielos de los cielos, la tierra y cuanto hay en ella… Dios es el Dios de los dioses, el Dios grande… que no hace acepción de personas ni admite soborno, que hace justicia al huérfano y a la viuda, y ama al forastero, a quien da pan y vestido. Amad al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto”. Lo que hagas al forastero, repercute en Dios, Lo que humilla al forastero, humilla a Dios y al más pequeño de sus hijos. El patriarca Walt Whitman lo sabía y así lo dejó escrito en el soliloquio “Canto de mí mismo”, poema que se escinde de “Hojas de hierba” (sigo la traducción de León Felipe): “Quien humilla a otro/ me humilla a mí./ Y todo lo que dice y lo que se hace repercute en mí”.
En Coahuila, tierra de Ana Sofía García Camil, es decir, tierra cebada en la ignorancia, no habrá letras en su honor por su 200 aniversario de vida, que no de muerte. El poeta formaba parte de un país donde todo tenía que ser nombrado, en una especie de vocación adánica por ir dando nombre a las cosas, a las bestias, a las plantas y a los peces; damas y caballeros, en tierra de esclavos, Whitman quería ser libre. Entre la poesía y el periodismo, de su pluma también salieron dardos envenenados sobre la política esclavista que entonces tenía a Estados Unidos dividido y enfrentados entre ellos mismos. Es autor de artículos prodemocráticos y de valor civil de gran envergadura. Para lectores gringos, como mi inolvidable Marylin Monroe, era obligado leer a Whitman. Era uno de sus autores favoritos.
A Walt Whitman le corresponde en Norteamérica ser el primer poeta que experimentó las posibilidades de comunicación del verso libre, sirviéndose para ello de un lenguaje sencillo, emparentado con la prosa. Pero lo más importante: edificaba, creaba una nueva mitología para la joven nación estadounidense, según los postulados de un americanismo emergente. Aparecen entonces el individualismo, él mismo relatando sus propias experiencias, una revolucionaria visión de sus impulsos eróticos (la homosexualidad) y una idea hoy aceptada en esta parte del mundo: la creencia en un valor universal, el valor de la democracia. Claro, mucho de ello ancilado en la Biblia y su morosa relectura: una comunión entre los hombres y la naturaleza, como un signo de ceniza: el panteísmo. Leamos: “No le pregunto al herido cómo se siente,/ me convierto en el herido”. Tal cual el Nuevo Testamento.
LETRAS MINÚSCULAS
Whitman también es nuestro y en él, sigue hirviendo la condición bíblica de Dios: somos humanos y nacimos libres. Salud al patriarca.