El transporte como analogía de la situación del México actual
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Uber es el Morena del transporte público.
Lo tengo que decir con aquella misma gravedad con que Lennon afirmaba que “God is a concept by which we measure our pain”. Así que por ello lo repetiré: Uber es el Morena del transporte público.
Pasa que cada vez que me subo –o cada vez que de plano no consigo subirme– a un Uber, sólo me queda hacer un repaso mental de todas las deficiencias en el servicio para –ahora sí– escribirle una sentida misiva a sus oficinas centrales.
Son tantas las anomalías en las que no se supone debería estar incurriendo Uber: cancelan el viaje después de un larguísimo tiempo de espera, dan preferencia a los viajes que se pagan con efectivo, la aplicación de geoposicionamiento es más desorientada que su servidor –o sea yo, no el servidor de la aplicación–, las unidades no son lo que solían ser y las cortesías con que nos sedujeron en un principio son –como el beso en la boca– cosa del pasado. A veces de plano, simple y llanamente, no hay unidades disponibles y otras veces el conductor llega como el más curtido de los taxistas, dándole duro al reguetón y hay que pedirle que le baje a su perreo intenso, pero por favorcito y muy amablemente, porque uno también es evaluado como pasajero y luego capaz que nadie lo va a querer levantar por mamila, si de por sí.
Eso sí, cuando por fin conseguimos realizar un viaje exitoso, la tarifa sigue siendo la de un servicio de primera y pues, nada que ver.
Justo en el clímax del entripado provocado por alguna mala experiencia con Uber es que siempre me reprocho: “¡No seas pendejo, Enrique! Esto es lo que querías, ¿no? Un servicio de transporte independiente, libre de las mafias y sindicatos, un sistema ajeno al clientelismo político. ¡Ora te aguatas y te chingas!”.
Pero otra instancia de la consciencia me dice: “¡Te aguantas, mangos!”. Y nomás por rebelde –o por las prisas– me trago mi orgullo y me trepo a un taxi.
Pero nomás las pongo en el asiento del taxi y me acuerdo por qué voté por Morena…. es decir, por Uber, quiero decir, por qué lo escogí como servicio preferente de transporte.
El taxi tradicional viene a ser a estas alturas, por si no se lo había imaginado, el viejo y confiable PRIAN. Que no nos decepciona nunca porque ya sabemos a lo que vamos, lo que nos depara.
Tan sólo abordar, el puro olor nos recuerda que algo allí se empezó a podrir desde los años 70 y no, no es la ardilla chillona del chofi –al que como bien sabemos, no se le para–.
No se le para, pero el taxímetro que va sumando minutos sobre kilómetros para arrojar un cociente que como quiera sirve para dos cosas, pues el taxista nos va a cobrar lo que se le pegue su sudeteada gana, nomás porque… ¡Pinche PRI!
El viaje en tartana es algo, para decirlo en palabras de Dross: Per-tur-ba-dor: para empezar, nadie en el mundo sabe que nos trepamos con ese fulano cuya identidad jamás conoceremos. Si le da la gana nos llevará a nuestro destino, pero si resulta un loco quizás nadie nos vuelva a ver como no sea convertido en tamales.
La intoxicación por plomo por los gases que respiramos durante el viaje equivale a darle tres o cuatro fumadas directas al escape del vehículo, por no decir que el resto del día oleremos a taller mecánico, así que de llegar bien presentable a su importante junta de trabajo, cita o reunión, olvídese.
Ya una vez que me encuentro en el peligro mortal que representa viajar en taxi es que me digo: “Estaríamos mejor con López Obra… ¡Que diga! Me debí venir en Uber… ¡Carajo, pero si ni siquiera pude conseguir un maldito Uber!”.
Comprar coche me resulta muy fifí y andar en camión demasiado chairo, además de que ambas alternativas no están exentas de su propia problemática. Sólo se cambia un dolor de cabeza por otro, nomás que uno se llama cefalea o neuralgia y el otro lo conocemos como jaqueca común o migraña pinche.
¡No sé qué pasó!: unos nos prometieron ser la solución y su contraparte en consecuencia nos garantizó que, ahora que tienen competidores reales, sí se iban a poner las pilas y a chambear en serio y con transparencia. Pero yo me subo a uno por darle la oportunidad y comienzo a extrañar al otro, y en cuanto me cambio de regreso con el primero recuerdo inmediatamente todo lo que me enfadaba y mortificaba en primer lugar.
Lo peor es que ambos son caros para lo que nos dan, los dos son muy poco confiables, no obstante nos tienen de sus rehenes y aunque cada uno tiene sus propias mañas, ninguno de los dos parece conducirnos a ninguna parte.
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