Empatía
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A Michael Phelps sus años primeros de estudiante no le resultaron nada fáciles. Hubo incluso en su vida una maestra que estaba convencida de que no haría nada significativo con su vida.
El chico era criado en la población de Baltimore, Maryland, Estados Unidos; tenía dos hermanas mayores, era un fanático del futbol americano y de los videojuegos que devoraba alitas de pollo, palitos de queso mozzarella y pizza.
Al descubrirse que tenía déficit de atención y con la noticia de que sus padres se divorciarían, descubre la natación como una puerta de salida.
Quien se convertiría en el ganador de 28 medallas, 23 de ellas de oro, entrenaba arduamente, pero al mismo tiempo debía, por supuesto, aprobar sus materias. Algunas de las cuales no precisamente le fascinaban. Había una especialmente que no le agradaba: Escritura.
En casa, su madre insistía en que escribir no quedaba siempre a la primera. Este es uno de los diálogos con que ella intentaba convencerlo de hacer sus deberes:
—Michael, miss Myers no sólo cree que no estás haciendo un buen trabajo con tus apuntes, sino que piensa que no puedes hacer un buen trabajo. Ahora, ¿qué vamos a hacer al respecto? ¿Cuál es el tema de hoy?
—Vacaciones de verano.
—¿Y qué fue lo primero que pensaste cuando te dijeron el tema?
—En la playa.
—Entonces escribe lo que pasó en la playa.
—No pasó nada en la playa.
—¿De verdad? ¿Entonces te dormiste en la playa todo el tiempo?
—No, sí. Hicimos cosas.
—Entonces, escribe acerca de tres cosas que hiciste.
—Puedo pensar en un par, quizá.
—Bien, dos… y después una más.
—Pero…
La madre de Phelps era definitiva. Lo hacía ir hacia su terreno y entonces volver terminante la instrucción.
Cuando de conflictos hablamos, en este momento en que en nuestro país la división es una de las señas de identidad, hace falta mucho de lo que llamamos empatía.
“No me escucha”, es lo primero que se nos viene a la mente cuando nos encontramos en medio de un problema con otra persona. Mientras esto pensamos, muchas veces el que se encuentra frente a nosotros reflexiona exactamente en lo mismo: “No me escucha”.
Escuchar es atender y entender a los otros. Implica escuchar el sonido de sus voces, comprender lo que nos dicen, pero también adivinar lo que se quiere decir con el silencio.
¿Qué me quieres decir cuando callas? ¿Qué me dicen sus miradas? ¿De qué alegría o tristeza me hablan su sonrisa o sus lágrimas?
La convivencia está llena de desafíos personales. Primero, sería deseable entender que cada uno de nosotros es único y que sus experiencias son personales e intransferibles. Cada cual asume sus propias experiencias, y son distintas al resto de quienes están junto a nosotros.
Sin embargo, hay un concepto maravilloso no exclusivo del ser humano, llamado empatía. Es visible incluso en los animales. Empatía, que significa: “participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella, generalmente en los sentimientos de otra persona”. Es aquel capaz de participar afectivamente en el mundo, en el universo del otro, alcanzar a comprender sus sentimientos y motivaciones.
¿Qué valores deben ponerse en marcha? Respeto a la dignidad; solidaridad; generosidad. Respetar íntegramente. Puedo no estar de acuerdo con su modo de pensar, con su manera de hablar o forma de vestir. Pero debo ser el primero en entender que tiene todo el derecho de ser como es, y demandar el derecho a que se piense lo mismo de uno. Si hay divergencia en asuntos sustanciales, vitales, hablar de frente y con honestidad.
En medio de la constante tensión originada por los unos y los otros a favor y en contra entre los mexicanos, sería deseable que pusiéramos en marcha ese sentimiento llamado empatía.
Para lograr ello, primero hay que echar una mirada hacia nuestro interior. Explorar en nuestras propias motivaciones y comprender que lo que hagamos tiene repercusiones a veces impredecibles.
Más empatía. Menos conflictos. Mejor convivencia. Un mundo mejor.