En el lugar del otro
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Maximilian Kolbe, un sacerdote católico polaco detenido en la Segunda Guerra Mundial, fue un ejemplo de cómo ver por los demás, obsequiando 50 años de vida a un desconocido
El 13 de marzo de 1995, murió el sargento polaco Franciszek Gajownicze. En 1940, este hombre fue enviado al campo de concentración de Auschwitz, sin saber que más tarde sería uno de los protagonistas de una de las historias más dramáticas, conmovedoras y sublimes de la segunda guerra mundial, de un acontecimiento de valor y santidad, en el cual las palabras de Kierkegaard se convirtieron en realidad: “El tirano muere, y su reino termina. El mártir muere, y su reino comienza”.
TERROR
En 1939, los nazis invadieron Polonia. Muchos judíos polacos fueron asesinados en el campo de exterminio de Auschwitz, en donde cinco chimeneas humeaban continuamente: día y noche. Ahí, donde la podredumbre y la muerte evocaban al mismísimo infierno. Según datos, entre 1940 y 1945, alrededor de dos millones de personas fueron asesinadas en esos lugares.
Sin embargo, aún estas condiciones extremas de horror, marginación y abandono fueron propicias para el nacimiento de historias de solidaridad, amor incondicional y de suprema excelencia humana que fueron legadas a la posterioridad como un recordatorio de lo excelso y generoso que puede llegar a ser el ser humano.
Una de estas historias refiere el testimonio de valentía, de máxima expresión y donación de amor por parte de Maximilian Kolbe, un sacerdote católico polaco.
SOLUCIÓN FINAL
Kolbe, arrestado por los nazis en 1941, fue tatuado en el brazo con el #16670 y consignado a la barraca 14; pronto la vida de este sacerdote y la de Franciszek se vincularían para siempre.
La eficiencia del exterminio de los bestiales nazis era perfecta: mediante un incomprensible sistema de selección, cada 24 horas, ocho mil judíos eran ejecutados bajo un riguroso método: los desnudaban, les incautaban sus pertenencias y luego, sin misericordia alguna, letalmente los gaseaban para convertirlos en ganancias, humo y cenizas.
Y todo esto ante la mirada desconcertada e impotente de los no seleccionados: padres, hijos, esposas y hermanos de las víctimas que, desde ese instante, para ellos acababa la vida y empezaba a sobrevivencia.
HUMILLACIÓN TOTAL
Con el fin de quebrantar permanentemente la dignidad y el sentido de vida de los prisioneros, los nazis eran desalmados con todos, pero particularmente con las personas que osaban escapar o intentaban hacerlo. Por ejemplo, cuando capturaban a un fugitivo prácticamente lo crucificaban: era colgado de tal manera que se asfixiaba lentamente ante la presencia de todos los demás.
Otra manera de aterrorizar y disuadir a los cautivos consistía en que, si alguno lograba escapar, otras personas de la barraca donde pertenecía la persona fugada, eran condenadas a morir de hambre.
EL PATÍBULO
Y esto fue lo que sucedió un día del verano de 1941: los prisioneros de la barraca 14, fueron formados ante el patíbulo de ejecución, aterrados se percataron que no había condenado alguno, lo cual significaba que una persona (Zygmunt Pilawski) de esa barraca había escapado de Auschwitz.
Después de pasar la lista de rigor el Capitán nazi Karl Fritzsch, dictó sentencia: “al no haber encontrado al prisionero, diez hombres de la barraca 14, morirán en la sala del hambre. Y si otra persona intenta escapar, 20 más serán eliminados de la misma manera”.
Todos sabían que ser sentenciados a la horca o a la cámara de gas era bastante “mejor” que morir en la “sala del hambre”, pues ahí durante días se les privaba de alimento y agua, entonces la muerte arribaba inexorablemente lenta, angustiosa y dolorosa.
Ese lugar representaba a las tinieblas: al cabo de dos días, los rostros de los prisioneros dejaban de ser humanos, ahí “las gargantas se volvían de papel, sus cerebros de fuego, sus intestinos se secaban y marchitaban como gusanos disecados”.
LA SELECCIÓN
Acto seguido a la sentencia, el Capitán seleccionó metódicamente a las diez víctimas. Maximiliano Kolbe escuchó al prisionero Gajowniczek llorar y gritar de agonía sobre el destino de su familia: “Pobre esposa mía, pobres hijos míos, ¿Qué harán sin mí?”
El ritual prosiguió. El Capitán ordenó que los seleccionados se descalzaran; en ese instante, de pronto, un prisionero -el 16670- inesperadamente salió de filas y valientemente interpeló al Capitán: “Soy un sacerdote católico polaco y estoy ya viejo”, quiero tomar el lugar de uno de los seleccionados”. Estupefacto el nazi cuestionó: ¿Y en lugar de quién quieres morir? en lugar de ese -respondió el hombre- indicando al prisionero que gemía por su familia. Entonces, Karl Fritzsch observó al otro prisionero, que efectivamente se veía menos demacrado que el sacerdote, entonces tachó de la lista el número 5659 y apuntó el 16670.
En ese momento, el padre Maximiliano le regaló a Gajowniczek 54 años de vida (medio año después de la liberación se reunió con su esposa Helena).
INYECCIÓN LETAL
Enseguida, los condenados fueron empujados a un sótano frío y oscuro. Conforme pasaba el tiempo algo sucedió en la celda de la muerte, pues se escucharon gritos, ni aullidos, ni desesperación, como siempre solía suceder; en lugar de eso se oían cantos. Varios días después, aún quedaban vivos varios de esos condenados y al necesitar la celda para otros ocupantes, un médico aplicó, a los cuatro sobrevivientes, una inyección letal. El último en morir fue el 16670.
El prisionero Kolbe, decidió dar la vida por otro, ocupar el lugar de un prójimo: el de un total desconocido.
ESQUELETO VIVIENTE
Un testigo cuenta que antes que Kolbe fuera asesinado -el 14 de agosto de 1941- con la inyección letal, el sacerdote “ya era un esqueleto viviente que se encontraba apoyado en la pared con la cabeza inclinada hacia la izquierda, tenía una leve sonrisa en los labios, y los ojos muy abiertos, fijos en una visión lejana. No se movía. Los otros prisioneros estaban en el suelo, inconscientes pero vivos, en paz”.
Kolbe solía decir: “Vive siempre como si este fuera el último día de tu vida, porque el mañana es inseguro, el ayer no te pertenece, y solamente el hoy es tuyo”. ¡Y vaya que lo hizo!
En 1982 Kolbe fue canonizado por Juan Pablo II. La ceremonia la presenció un testigo excepcional: un hombre ya viejo en cuyo brazo aún se podía leer el número 5659, era Gajowniczek que, cuarenta y un años antes, había salvado su vida en Auschwitz gracias al nuevo santo. Desde entonces, muchas personas han sido beneficiadas por el influjo de la vida de Kolbe.
POR UN INSTANTE
Esta historia me hace pensar que México podía ser un mejor país si comprendiéramos que su futuro puede cambiar para bien mediante nuestras acciones de generosidad en el presente; si cada mexicano nos atreviéramos a ocupar el lugar del otro para actuar en consecuencia: de ese niño que es asesinado mediante el aborto; del indigente que tiende su mano suplicante; de la persona que padece hambre; del amigo que no se atreve a pedir ayuda; del indígena despojado; de ese mexicano que por la indiferencia se le niegan oportunidades y caminos de desarrollo.
En fin, inmensos sería México si todos nos atreviéramos a ocupar el lugar de otro mexicano, de nuestro próximo; si entendiéramos que “nada de lo humano nos es ajeno”, si personalmente optáramos por engrandecer nuestra alma y magnanimidad humana, como lo hizo el prisionero 16670, y vaya que para lograr esto no se requiere llegar a ser mártires.
México sería grande y próspero si fuéramos solidarios y subsidiarios en la cotidianidad; si tuviéramos las agallas de abrir nuestros corazones hacia los otros no habría en México la terrible discriminación y pobreza que lo lastima, tampoco existiría la imperiosa necesidad de emprender desesperadas marchas para clamar por la paz, por la seguridad perdida y por el retorno de la tranquilidad. Si nos pusiéramos en el lugar del otro tal vez, también, dejaríamos de ser uno de los países más corruptos, injustos y desiguales del mundo.
cgutierrez@tec.mx
Programa Emprendedor
Tec de Monterrey Campus Saltillo