Florilegio de vapores infernales
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Cuando llegó a Cartago, Agustín se encontró en el centro de un torbellino de tentaciones. Allí experimentó el oscurecimiento “del manantial de la amistad con los vapores infernales de la lujuria”. Pero él mismo dejó claro en sus Confesiones que tales vapores no emanan exclusivamente de pletóricos calderos femeninos. Citaré tres ejemplos.
El teatro
Mientras que la sangre de Agustín se inflamaba, la razón intervenía y le señalaba lo absurdo de presenciar el dolor en una escena teatral, pues se trata de algo indeseable de padecer en carne propia. Por momentos se calmaba y trataba de construir caminos lógicos que llevasen a justificar la afición por la tragedia. Tal vez era la misericordia la que se ejercitaba en la contemplación del fingimiento de la desgracia humana, propiciando así la muy piadosa condolencia por el prójimo. Después de todo, la misericordia también “nace del manantial de la amistad”. Pero la calma se rompía cuando en la escena aparecían hombre y mujer suscitando el goce amoroso; la sangre de Agustín se caldeaba de nuevo, y aún más cuando llegaba el momento de la separación de los amantes y se conmovía con su dolor. Luego se entristecía, pues la razón le susurraba que la compasión era buena, mas no el deseo de sentirla.
La literatura
En sus estudios de latín, el filósofo de Tagaste lloraba la muerte de Dido. Muerte de abandono, de tristeza; muerte de amor por Eneas. Y las lágrimas se hacían más abundantes cuando se percataba de que las derramaba por esto y no por la muerte de Jesús; muerte de amor también, pero no del mismo que ató a Dido y Eneas. Entonces decidía apartarse de estas lecturas, sin embargo, al poco tiempo su espíritu se llenaba de dolor por no leer a Virgilio, por no encenderse en el éxtasis concupiscente de la poesía pagana.
La música
Los cánticos y los himnos de la iglesia también motivaban el llanto de Agustín. “Entraban aquellas voces en mis oídos y vuestra verdad se derretía en mi corazón, y con esto se inflamaba el afecto de la piedad, y corrían las lágrimas, y me iba bien con ellas”. Pero cuando alcanzó su madurez filosófica, pudo notar que el rumor cristalino de la fuente de los sonidos puede ser engañoso y evaporarse en efluvios infernales.
Es en el décimo libro de sus Confesiones donde podemos conocer las disertaciones de nuestro atormentado teólogo acerca del combate que se ha de emprender contra las tentaciones. En él nos habla de la gula, de los deleites del olfato, de la curiosidad y la soberbia; pero también de los deleites del oído, que eran los que más le habían subyugado. Y se pregunta si en su juventud el llanto había sido desatado por el canto mismo más que por la palabra sagrada, y nos advierte del peligro de evaporación mefítica de la fuente cristalina de la música. El canto, debe ser suave, discreto, un sutil embellecimiento de la palabra divina. Agustín se mantenía alerta para identificar el momento en que la temperatura musical sobrepasara el punto de fusión de la palabra divina, pues sabía que eso le encendería la sangre y sucumbiría a lascivia de los sonidos.
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Para Agustín, vapores infernales, para muchos, placeres vitales que conforman el símbolo y la justificación de nuestra propia humanidad. La naturaleza nos ofrece variados manantiales de éxtasis, y todo éxtasis es sublime o perverso. La poesía, el teatro, la música y la unión de los amantes han sido señalados como peligrosos; todos han portado alguna vez la coroza y el sambenito, pues en cada uno de ellos tiene lugar el acto misterioso de la creación, acto transgresor, pues la creación es un atributo típicamente divino.