Granate. Ese vino convertido en piedra
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Saltillo me sigue a todas partes. Lo traigo -uso una frase bíblica- como un sello sobre mi corazón. Dicen que las veredas quitarán, pero la querencia cuándo. A mí nadie me quita la querencia, y las veredas menos, pues todas me traen de vuelta acá, a Saltillo.
Estuve en Praga hace unos días. Si Dios quiere volveré. No sé si en esta vida o en otra, pero regresaré. Yo creo que uno regresa siempre a todos los lugares donde ha estado, incluido entre ellos el vientre de la madre. Quizá tal pensamiento es poco católico, pero eso creo, y ni modo.
En Praga recordé a un personaje saltillero: el licenciado Jesús Flores Aguirre. Fue poeta. Alquitaraba sus versos con el nimio cuidado con que pule el lapidario sus preciosas piedras. Menesteres de la política y la diplomacia lo apartaron de su labor poética, pero en sus libros nos dejó cosas de belleza singular.
¿Por qué recordé en Praga a Jesús Flores Aguirre? Porque la piedra de Praga es el granate. En ninguna otra ciudad he visto granates con tan hondo color de rojo vino. Una tarde, al regresar de Carlsbad, vi el cielo del crepúsculo reflejado en el Moldavia, y las aguas del río de Smetana parecían un gran granate estremecido.
Jesús Flores Aguirre escribió un soneto trisilábico, alarde al mismo tiempo de brevedad y de tensión poética. ¿Se llama “Vendimial”? No estoy seguro. Sin tener la forma de los hai kais, el soneto que digo es un hai kai. Pues bien: en ese pequeño dije literario está engastado un granate. Recito de memoria:
Precioso
racimo
oprimo
amoroso.
Y arrimo,
goloso,
y exprimo
y destrozo.
El mosto
de agosto
simula
granate,
y abate
mi gula...
Esta fúlgida maravilla de poema, tan semejante a las minucias que labraba Francis James, se me presentó de repente en Praga, frente a un aparador en que brillaban los granates abrasados de oro y plata. Las piedras me trajeron la palabra: granate, y la palabra me trajo aquel soneto. Por las sílabas del soneto llegué al recuerdo de Saltillo y de aquel poeta saltillense -y de General Cepeda- capaz de cantar lo mismo a “la ciudad de los caballos de bronce”, Washington, que a aquel racimo de uvas que le puso en los labios un río pequeñito de granates.