Gritos y susurros
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Una muchacha recién casada le confió a su mamá un secreto de alcoba: su marido le decía que actuaba con frialdad en el amor. La madre, mujer muy sabidora que al parecer había aprendido sobre el matrimonio tanto dentro como fuera de él, le dio un útil consejo.
-Al hacer el amor quéjate -le sugirió-. Eso les gusta a los hombres, pues los hace sentirse dominadores y potentes.
Esa misma noche la joven esposa puso en práctica la recomendación materna. En el momento más ardiente del trance connubial, y ante el asombro de su esposo, empezó a quejarse así:
-¡Caray, qué caro está todo! ¡Lo que cuestan las cosas en el súper! ¡Si vieras cómo vino el recibo de la luz! ¡Y este Gobierno, que no hace nada para frenar la carestía!
Sería muy interesante un estudio que mostrara lo que dicen -o murmuran o gritan- las mujeres cuando hacen el amor. Jardiel Poncela recordaba el caso de una amiguita suya que en el curso de la coición bajaba del empíreo a toda la corte celestial. Parecía que estaba rezando una devota letanía: “¡Dios mío! ¡Cielo santo! ¡Virgen Santísima de Covadonga!” y por ahí. El caso no es extraño: en las películas pornográficas americanas se oye decir una y otra vez a las pujantes daifas que en ellas participan: “Oh my God!”. Las estadounidenses en general son muy asertivas cuando follan; tienen un gran sentido de lo positivo. Siempre dicen: “Oh yes!”. Y si no: “Yea, yea!”. Qué bonito es estar de acuerdo con la situación.
Hasta hace pocos años en Ramos Arizpe había plañideras, mujeres que lloraban en los velorios a cambio de una módica retribución. En cierta ocasión iban tres de esas mujeres a un velorio. En el camino que va del barrio de Guanajuato a Ramos una les preguntó a las otras cómo se sentían para la ocasión.
-Yo no ando muy capaz -confesó una.
-Yo tampoco -reconoció la otra.
-Pos vamos a calarnos -propuso la primera.
Y ahí mismo, sin muerto ni nada, como quien dice en seco, procedieron a soltar el sollozo y los gemidos a título de ensayo.
Recordé eso porque un cierto amigo mío se quejaba de su mujer, y de la mujer en general. Nos contó que él se sentía muy ufano porque a su esposa le daba por lo oral cuando tenían sexo. No se confunda nadie: quería decir mi amigo que su señora gritaba al hacer el amor, y además gemía, plañía, gañía y sollozaba. Su gama de oralidad era extensísima; iba desde el suspiro lene hasta el clamoroso ululato. Ni Yma Sumac, aquella cantatriz peruana cuya voz abarcaba lo mismo la tesitura de la soprano coloratura que la del barítono dramático, tenía tan vasto diapasón. A él eso le gustaba mucho.
Cierto día llegó de un viaje, y al entrar en su casa -eran las 6 ó 7 de la tarde-oyó todo ese variado repertorio de sonidos.
-Pensé -relataba desolado- que mi mujer estaba con otro hombre. Abrí la puerta de la alcoba. Y lo que vi fue peor: mi esposa estaba ensayando los gritos que esa noche daría al estar conmigo.
De ahí dedujo el infeliz que su señora simulaba todo lo relativo al acto conyugal, desde los arrumacos iniciales hasta el éxtasis final.
-¿Y qué le dijiste? -le preguntamos ávidos.
-Nada -respondió él con honda filosofía-. Recordé aquella canción de nuestros tiempos: “Miénteme más, que me hace tu maldad feliz”.
Lo dicho: nos gusta que se quejen.
PRESENTE LO TENGO YO
‘Catón’ Cronista de la Ciudad