La carabina de Ambrosio
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Don Manuel de la Peña y Peña llegó a Presidente de la República en contra de su voluntad. No está mal: otros han llegado en contra de la nuestra. Era un hombre bueno, y por lo tanto le repugnaban los sucios tejemanejes de la política de aquel tiempo, que fueron causa de que los americanos ocuparan nuestro País aprovechando las hondas divisiones causadas por las pugnas entre los liberales de los diversos bandos.
Lo primero que hizo el pobre don Manuel fue reunir en Querétaro a los diputados federales que pudo encontrar y plantearles el arduo problema de si la guerra contra los invasores debía continuar, o si por el contrario se debía llegar con ellos a un arreglo que trajera consigo la paz. La buena fe de don Manuel era conmovedora: aun siendo enemigo de la guerra reunió a diversos gobernadores a fin de solicitarles el auxilio de sus respectivos estados para el caso de que el Congreso votara la continuación de la resistencia armada.
Peregrina solicitud era aquella. El hambre le pedía a la necesidad. Si la federación tenía agotados sus recursos los estados se hallaban también en situación de penuria. Por causa de la invasión se habían detenido muchas de las actividades que por vía de impuestos podían proporcionar recursos a las arcas públicas de las diversas entidades. Así, cuando don Manuel llamó a los gobernadores algunos de ellos ni siquiera acudieron a la reunión.
Hablaron los representantes de Michoacán, San Luis Potosí y Guanajuato. Se inclinaron por la continuación de la guerra y manifestaron que sus estados harían los mayores sacrificios para contribuir a la causa de la nación.
Tocó el turno de hablar al señor Mesa, gobernador de Querétaro. Tenía una figura quijotesca: alto, seco de carnes, de rostro cetrino y cabello y barba entrecanos. Solemne, ceremonioso, circunspecto, cuando hablaba parecía un obispo predicando. Dijo un largo discurso en el que no dijo nada, y terminó manifestando muy serio que si el Congreso determinaba continuar la guerra, el Estado de Querétaro ofrecía gustoso las oraciones de todos los queretanos, que en los templos pedirían devotamente al cielo que el conflicto llegara a buen final.
Estaba presente don Francisco Zarco, quien pese a su extremada juventud era oficial mayor de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Cuando el señor Mesa concluyó su ofrecimiento Zarco tomó la palabra y manifestó que las preces y rogativas eran muy de agradecerse, pero le pedía al señor Mesa que le dijera por favor en qué apartado de la lista de material de guerra podía inventariar aquellas oraciones, si con las municiones, las armas, las vituallas, etcétera. Hubo risas contenidas que el gobernador de Querétaro no pudo dejar de notar.
Eso lo hizo hablar de nuevo para añadir que si los señores de la Federación consideraban insuficiente el apoyo moral que les brindaba, entonces gustoso añadiría a esa ayuda otra más concreta. Había en la ciudad, dijo, un hermoso cañón que por desgracia sufría un leve inconveniente: tenía la boca torcida, así -y el señor Gobernador torció la boca-, pues una vez alguien lo cargó con piedras y, como resultado, si el cañón era apuntado hacia la izquierda la bala pegaba a la derecha, y viceversa. Pero a falta de algo mejor con gusto ponía ese cañón a disposición de los presentes.
Entonces el que habló fue don Melchor Ocampo, que a sus 33 años era Gobernador de Michoacán. Dijo molesto:
-Ponga usted en el acta, señor secretario, que el Estado de Querétaro contribuye para la guerra con la carabina de Ambrosio.
Ya se ve que aún en medio de las circunstancias más adversas los mexicanos sabemos conservar el sentido del humor.