La comunión del silencio
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Tal parece que nos cuesta encarar al silencio. Es comprensible; su presencia puede ser subyugante dado que se parece a la nada, y nada encierra más profundidades que la nada. Nos cuesta aún más enfrentar al silencio cuando se presenta en la colectividad, pues esa otredad muda plantea interrogantes y provoca suposiciones acerca del cómo los demás están enfrentando la situación. ¿Se sienten incómodos y quieren romper esa nada o se deleitan y anhelan que se prolongue? Tales inquietudes son naturales si no se estableció el rol que juega el silencio en una situación determinada. Por el contrario, cuando su papel está bien definido, puede lograrse su consagración y, consecuentemente, su comunión, conformando así un ritual que tenga al silencio como uno de sus elementos constitutivos.
Hay placeres que se vuelven más placenteros cuando se experimentan a través de un ritual: pensemos en el vino. Bien podríamos destapar el mejor bordeaux y beberlo a tragos de un tosco vaso con marcas digitales del polvo naranja proveniente de los chetos. Bonito momento. Para eso, sin embargo, pudimos haber destapado un vinete de Tetra Pak y disfrutar de un rato igual de lindo sin castigar nuestro bolsillo y, sobre todo, sin hacer que un gran vino pase sin pena ni gloria por nuestro gaznate. Aquel vino merecía ser destapado con respeto, “sin molestarlo”, como diría un sommelier; verterlo en una copa adecuada, apreciar su color, calcular su textura mediante la presencia de piernas o lágrimas y deleitarse en su “nariz”; luego, dar el primer sorbo y airear el líquido dentro de nuestra boca para despertar todos sus aromas —desde los primarios hasta los terciarios— y sentir así el golpe de experiencias sensuales que puede guardar un buen vino y aún prolongar ese deleite a través de la resonancia de tales sensaciones: el retrogusto. ¡Vaya! De solo narrar el primer sorbo me surgió el deseo de ir a la cava. Pero hablaba del silencio…
El silencio también puede formar parte de un ritual; ejemplo de ello es la audición de una obra musical en varios movimientos. Hago énfasis en la unidad de la obra, es decir, que aunque ésta conste de diversas parte, sigue siendo una sola obra de arte. En una composición tal, el silencio es el elemento de transición entre un movimiento y otro —exceptuando los casos en los que la sucesión se da en “attacca”, o sea, sin solución de continuidad—. La forma sonata es un ejemplo de construcción musical de este tipo, y en ella se basan la mayoría de las sinfonías y conciertos, pero no es la única que consta de varias partes sin perder la unidad: también la suite, el ciclo de canciones y otras expresiones musicales. Ello ha propiciado un ritual en el cual el público realiza la audición de manera total e ininterrumpida, es decir, sin aplaudir entre uno y otro movimiento, permitiendo que la música fluya sin obstáculos desde la primera hasta la última nota. En algunos lugares este rito se ha diluido en el torbellino de los sonidos; Saltillo, por ejemplo.
Hace tiempo ya que presencié la última comunión del silencio en el Teatro de la Ciudad Fernando Soler, cuando la Orquesta Filarmónica del Desierto, bajo la dirección de Natanael Espinoza, interpretó la Sinfonía No. 4 de Tchaikovsky. Desde entonces todo espacio entre movimientos ha sido ocupado por aplausos. Pero en Saltillo aún hay resquicios en donde se reúnen unos cuantos celebrantes de la comunión del silencio; auditorios de cámara, principalmente. Sala Prisma y la Sala Carmen Aguirre de Fuentes son dignas de mención.
¿Por qué no nos atrevemos a llenar, una vez más, el Fernando Soler de aquella substancia parecida a la nada? ¿Por qué servirnos una soberbia sinfonía en tosco vaso enturbiado con polvo anaranjado?
Tal vez debamos meditar qué es el silencio en ciertas formas musicales. ¿Un suspiro que la música profiere? No lo asfixiemos. ¿Un remanso en el torrente armónico? No interrumpamos su cauce. ¿La promesa de nuevos discursos melódicos? Escuchémosla con atención. Después de todo, ese lapso de vacío es el único momento en el que los músicos y el público tocan el mismo acorde: no desafinemos la consonancia de la nada, logremos la comunión del silencio.