La fiesta que trasciende
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Es la fiesta de la comunidad de Saltillo. Es una fiesta tan extraordinaria que el río de personas hace ruido, camina por las calles en una sola dirección desde las cinco de la mañana. Poco a poco los afluentes se van integrando con la Fe, el corazón y la incansable tradición en un río que desemboca en la Catedral.
No es un espectáculo porque nadie es espectador y nadie permanece sentado esperando que se abra algún telón o un programa de TV. Es un movimiento continuo que dura todas las horas del día hasta que se cierran las puertas del templo. Es el fluir de la Fe desde la iniciativa del corazón. Y es el corazón de muchos de hoy y de ayer. Los latidos centenarios reviven y renacen, nunca fueron sepultados. Familias enteras –que son sarmientos de la misma tradición– se amalgaman entre sí, sin diferencias de color, de edad; hombres y mujeres, niños y ancianos en una sola vid, una sola Fe y una larga sucesión de siglos ininterrumpidos.
Han pasado los ciclones de la Colonia, la Independencia y la Revolución, y la vid no se ha secado. La comunidad más espiritual que humana permanece caminando cada agosto rumbo al “Señor de la Capilla”. Nada la desvió de su sentido fundamental. Las raíces de la vid han sido más profundas que los cambios y las transformaciones políticas, sociales, tecnológicas y religiosas. La economía de pobres y ricos, de producción y consumo, no han modificado ni las raíces ni el sólido tronco de la Fe caminante, ni del camino indicado por la savia del “Santo Cristo”.
La cultura, las relaciones, los géneros, el lenguaje ha ido cambiando con los años. Se inician nuevas costumbres, las relaciones se multiplican en la diversidad, en la permanencia y en el compromiso. Hay nuevas palabras que antes eran irrespetuosas y hay respetos antes simulados que hoy son denunciados y condenados. Cada quien ve el tronco de la vid con interpretaciones diferentes, con críticas que hieren o desintoxican, alejamientos y desilusiones que luego se convierten en milagros reveladores de necesidades ocultas, intereses egoístas, alucinaciones fugaces.
Sin embargo, “el Santo Cristo” permanece inmutable a los cambios. Ha permanecido cuatro siglos con la comunidad de Saltillo y 20 siglos con la comunidad humana. Su mensaje radical sigue incorregible: con la audacia de la trascendencia cotidiana y centenaria afirma: “Yo soy el camino, la verdad y la vida… el que me sigue no andará en tinieblas”.
El río de multitudes camina apresuradamente a la Catedral. Quiere volver a ver –no solamente a oír– sus argumentos. No encuentra a un polemista, motivador o vendedor de felicidades, ni siquiera a un orador que convenza con poesías efímeras y transitorias. La Fe –que “descubre lo invisible”–, quiere volver a ver su mensaje visible de cruz y clavos, de sufrimiento injusto y mortal, de agonía terminal, como un reflejo inspirador. Quiere volver a descubrir lo ‘invisible’ que sus antepasados descubrieron hace siglos y décadas.
Y el “Santo Cristo” sin hablar, con sus llagas –tan comunes en el género humano– les vuelve a confirmar que “no hay mayor amor que dar la vida por los demás”. Y nuestros hermanos de la comunidad de Saltillo vuelven a encontrar más viva su Fe que ha trascendido sus días y sus dificultades: la Fe invisible que fluye del crucificado. Y el río sigue derramando su Fe centenaria.