La ira del Vesubio: la dicha de los amantes petrificados en la eternidad
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De hecho, todos vamos a morir. Temprano o tarde. Al nacer ya somos precadáveres, para decirlo con un aforismo del abogado don Luis García Romero, quien por años se avecindó en Saltillo y luego regresó a su tierra, para unirse a ella, Michoacán. Todos vamos a morir; pero pocos, muy pocos pueden elegir cómo morir. De aquí entonces una reflexión: los suicidas no son “cobardes” ni transitan por puerta “falsa” alguna, no. No voy a entrar por lo pronto en este terreno minado y pantanoso del suicidio. Pero para la mayor parte de los humanos los cuales atentan contra su vida, el suicidio es una solución, no un problema. Por eso los psicólogos no dan una. Ellos lo ven como un “problema”, los acosados por el padecimiento del aguijón del dolor de la depresión y la melancolía lo consideran una “solución”. No poca cosa y por eso así lo deciden: deciden morir. Eligen su propia y única muerte.
Dejo el pantano de los suicidas y entro a otro. Al torrente sin freno de la lujuria, de las “venidas” y explosión o eyaculación de un volcán. Entro a las parcelas dolientes y gozosas de estar atado por siempre al potro del erotismo y los placeres de la carne. Entro a la ira sin freno de la naturaleza, a la devastadora erupción de un volcán –metáfora fálica, dura y alevosa de la virilidad humana–, y no cualquier volcán, sino uno eterno, único, al cual la memoria retiene como una pequeña muerte siempre recordada y trabada a nuestra presencia: el Vesubio, tótem y tabú de Pompeya.
Lo he contado antes: cuando murió en el 2014 el poeta José Emilio Pacheco (JEP), la noche se precipitó con inusual furor sobre las letras hispanoamericanas. Noticia infausta en días grises y macilentos por el invierno rudo y plomizo, el cual se precipita siempre en enero en este estado norteño de Coahuila. JEP murió en un mes de enero del año 2014. ¿Cómo rendirle homenaje? Releerlo. Una y otra vez. Oteando aquí y allá, una vez más me deslumbran sus versos. Un poema de ellos en particular, “Pompeya” Siete líneas en verso libre. A la letra se lee: “La tempestad de fuego nos sorprendió en el acto / de la fornicación. / No fuimos muertos por el río de la lava. / Nos ahogaron los gases. La ceniza se convirtió en sudario. Nuestros cuerpos/ continuaron unidos en la piedra: / Petrificado espasmo interminable”. Un espasmo. Una eterna venida, el fornicio como gozo y pecado eterno. Una mueca sostenida no por días, sino por el resto de la vida misma. Un placer perenne, pétreo. El texto es poderoso. Tanto o más a los hechos en los cuales está inspirado. En la bahía de Nápoles, dos ciudades sucumbieron a la furia de un monte, el Vesubio. Fueron Pompeya y Herculano. Cuenta lo anterior en un diálogo epistolar el escritor romano Plinio el Joven a otro historiador, Tácito (el cual todo mundo lo sabe, es una de las tres referencias obligadas sobre la historicidad y vida terrena del Gran Maestro Jesucristo). Por éste conocemos todos los detalles del sueño de Pompeya y sus amantes petrificados en lava y fuego vivo.
ESQUINA-BAJAN
La ira del Vesubio se manifestó con todo su furor el 24 de agosto del año 79 d.C.; una columna de gases y piedras cayó como losa sobre la ciudad sitiada por los derrumbes. “Sólo se oían los gemidos de las mujeres, el llanto de los niños, el clamor de los hombres. Unos llamaban a sus padres, otros a sus hijos, otros a sus esposas. Muchos clamaban a los dioses, pero la mayoría estaban convencidos de que ya no había dioses y esa noche era la última del mundo”. Así lo cuenta Plinio el Joven. Los dioses, agrego de mi pálida cosecha, sólo sirven para los días de bonanza y gloria, no para los días de truenos y tormenta sobre nuestras frágiles vidas. Los dioses, de existir, nunca hacen caso. O no cumplen caprichos. Da igual.
Fango, cenizas, lava; una lluvia de piedra pómez y una nube de azufre se precipitaron sobre los habitantes de Pompeya y Herculano. Ayes de dolor y el asombro en las pupilas. Sí, los dioses los habían abandonado ante el embate y furia de la naturaleza. Se hizo la oscuridad y se perpetuó paradójicamente, la dicha de dos amantes. En este amasijo de lamentos y dolor sin límite, cientos de años después, bajo toneladas de tierra, junto a vasijas, medallones y tablones de madera como rocas, afloraron un par de amorosos abrazados y en actitud de entrega. Se proporcionaban caricias y apenas iban hablarse al oído. El fuego bramaba sobre ellos. Ellos estaban entregados a su amor y su canto. Desde entonces han quedado como ejemplo tatuado en roca de los amantes perpetuos, de cómo hacían y deshacían su tejido de pasión, para decirlo con el personaje de Penélope, la fiel.
La ira del Vesubio les dio vida eterna. El “Petrificado espasmo”, como le nombró a la escena amorosa José Emilio Pacheco, hoy sigue vivo y maravillando al viajero de ojos insomnes. Las manos sobre el opulento muslo, los sexos esperando recibir el bautizo de fuego y lava, el semen ardiente: la pequeña muerte. Se le ha llamado a este espasmo, a este tiempo luego del orgasmo sexual entre un hombre y una mujer como la petite mort en francés. La pequeña muerte, ese pequeño o eterno periodo de tiempo en el cual uno sube al cielo y el cual se describe como un estado de inconsciencia, el cual no pocas ocasiones es un desvanecimiento postorgásmico. El poeta Octavio Paz habla de lo anterior en su libro “La Llama Doble. Amor y erotismo”. En éste, se asume, dice Paz, la “fatalidad y libertad” del acto, es decir, la “atracción involuntaria hacia una persona y voluntaria aceptación de esa atracción… al enamorarnos escogemos nuestra fatalidad”. Y este nudo trágico, para seguir diciéndolo en líneas del Premio Nobel mexicano, se complementa en aquello de cuerpo y alma…
LETRAS MINÚSCULAS
“Amamos simultáneamente un cuerpo mortal, sujeto al tiempo y sus accidentes, y un alma inmortal”.