La moral social
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Somos una nación de convicciones pero con cierta facilidad hacia el acomodamiento práctico
El comportamiento de una sociedad muestra de manera muy clara de qué está hecha. Quiero decir que las prácticas de la gente, tanto las externas como las familiares y las íntimas, son el equivalente de la verdadera moral de las personas que conforman una sociedad. Un ejemplo muy sencillo: en centros comerciales y estacionamientos diversos se ha reservado un lugar para que puedan estacionarse vehículos en los que, ya sea el chofer o uno de sus viajantes, tenga un impedimento físico (desde parálisis hasta avanzada vejez). Para que se respeten, la Dirección de Tránsito concede a esos carros una placa especial. Es una buena disposición de las autoridades en favor de una minoría con problemas específicos. Sin embargo cualquiera puede observar coches que ocupan esos espacios de los que descienden jóvenes fuertes. ¿Cómo justifican su actuación?, con la placa. Ahora sí que vale preguntarse si el espacio era para la placa o para las personas. Y no queda otro comentario que el siguiente: los que utilizan así ese privilegio son corruptos: han transformado algo bueno en su contrario.
Actitudes como la mencionada revelan que somos un pueblo con una gran posibilidad de corromper y corrompernos. En otras cuestiones mucho más importantes se hará lo mismo. Imagínese, si gente fuerte no quiere caminar dentro de un estacionamiento pequeño, ¿qué pasará cuando le encomienden planes y proyectos en los que maneje recursos económicos?
La moral social es la conciencia de lo que es bueno y de lo que es malo, lo que puede hacerse y lo que no.
Pero no necesariamente se refleja en declaraciones sino en conductas. Digámoslo de otro modo: el 95 % de los mexicanos se declara cristiano; el cristianismo tiene una propuesta ética sumamente clara que no se presta a dudas (dudas las habrá sobre el dogma, demostraciones del orden de lo sagrado, etcétera, pero no sobre la moralidad). Ahora bien, un pueblo cristiano que se permite tantas corruptelas muestra enorme fragilidad e incoherencia. Bueno, con eso contamos. Si le robas el espacio a un tullido ¿qué no harás si te damos poder político? Si llevaste a tu suegra en silla de ruedas cuando sacaste tus placas para justificar la de “impedido”, ¿qué no harías como tesorero de un club, como gobernante, como burócrata…?
Es muy fácil hacer declaraciones y difícil coincidir con ellas. Somos un País democrático, con instituciones, con una historia espléndida, con varias culturas milenarias; somos un País con una enorme capacidad de despreciar la justicia y de atropellar a los demás (si tenemos la oportunidad y sin correr riesgos). ¿Las frases anteriores son contradictorias?, las frases sí, pero los mexicanos hemos demostrado que eso, como dicen hoy los estudiantes, “nos vale”.
En un viejo libro mío, de 1992, me había atareado con el concepto de moral social proponiendo la conducta de los saltillenses de la era colonial como práctica y complaciente. Eso es normal, no hay que exagerar, pero lo realmente novedoso era que varios de sus alcaldes infringían la ley y de la manera más simpática: recibían una orden del rey o del virrey, evidentemente por escrito, entonces tomaban el decreto, lo colocaban sobre su cabeza y declaraban en voz alta: “lo acato más no lo obedezco”. Claro, su majestad no se enteraría jamás, estando a 14 mil kilómetros del jefe de comuna de un pueblecito de mil 500 habitantes que se burlaba de su autoridad (y lo hacía “con todo respeto”).
Somos una nación de convicciones pero con cierta facilidad hacia el acomodamiento práctico. Una frase: “de que se lo chingue otro a que me lo chingue yo, mejor yo”.
¿Qué nos falta?, ¿podremos cambiar?, sí, y rápidamente. ¿Cómo? Cumpliendo las leyes, acabando con la impunidad, castigando a los infractores… Incluyendo a los que invaden los lugares para impedidos.
Recuerdo a dos alcaldes que impusieron un detalle reglamentado: Rosendo Villarreal el: “conceda el paso a un vehículo” y Óscar Pimentel al obligar el uso del cinturón de seguridad en los automóviles.
Recuerdo que muchos se opusieron. Lo hicieron hasta que empezaron las multas.
Después todos observamos las normas. O sea que para cambiar requerimos de represión, ¡qué pena!