La movida
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¿Se usará todavía esa palabra, “movida”? No lo creo. En los pasados años –tan pasados, ¡ay!– ese vocablo servía para designar al amor subrepticio, oculto, vergonzante, pero sin permanencia. No era “el segundo frente”, ni “la otra”. Era un amorío pasajero. Así, efímeros, han de ser los amoríos si quieren merecer tal nombre. A más de breve, el de la movida era un amor pecaminoso y con la nota indispensable de la clandestinidad. Podían tenerlo tanto el hombre como la mujer.
Murió de súbito un señor, y una comadre suya fue al velorio a darle el pésame a la viuda.
-¡Comadre! –le dijo con acento dramático al tiempo que la abrazaba estrechamente–. ¡Vengo conmovida!
-¡Por favor, comadrita! –se alarmó la señora–. ¡Dígale que la espere allá afuera!
Era de uso en aquellos tiempos de machismo que el hombre soltero tuviera una novia –un “amorcito santo”– y una movida, o varias. Con la novia –que iba a ser tu esposa– no te tomabas libertades. Ni ella te las permitía, educada como estaba por el rigor de un padre severo y de un colegio de monjas que a través del muy usado concepto de “pureza” fortalecía también la idea de la mujer como propiedad del hombre. Recuerdo que las muchachas de entonces tenían como lectura obligada un libro de monseñor Tihamér Toth que se llamaba “Pureza y Hermosura”. Quizá de purezas sabía mucho don Monseñor, pero de hermosuras no debe haber sabido mucho.
A diferencia de tu novia, la movida te permitía toda suerte de intimidades, aunque sin llegar a la última (también ella tenía esperanzas de ser novia algún día, aunque no tuya). La invitabas al cine Saltillo, al Florida o al Royal –al Palacio nunca– y en el rincón más oscuro de la última fila de butacas te entregabas a ilimitadas manipulaciones por el Polo Norte y Sur, con inclusión de todas las latitudes y longitudes, sin dejar ninguna. Cuando se habla del mucho sexo que hay ahora en el cine yo recuerdo al Cine Saltillo, y me digo que el cine de estos tiempos es casi de pureza y hermosura comparada con aquél.
Viene todo esto a colación porque un cierto amigo mío me contó un suceso desastrado que le aconteció. Mi amigo –casado él– tenía una movida. Él no dice así: bastante más joven que yo dice “mollete”, vocablo de mayor actualidad. Sospechaba mi amigo que su esposa sospechaba, y cuando andaba con el tal mollete iba con el alma en un hilo y el Jesús en la boca, si es que cabe el santo nombre del Señor en estos mundanales menesteres.
Tan revuelta traía mi amigo la conciencia que él mismo se echó de cabeza. Él lo atribuye a uno de esos actos que Freud llamaba fallidos, en que el inconsciente lleva al hombre a hacer lo que le dicta la conciencia. Yo digo que fue un acto de soberana pendejez, y no creo incurrir en injusticia.
Sucede que mi amigo estaba con su mollete –movida– en un motel, y de pronto sonó su celular. Contestó él –imprudencia temeraria–, y resultó que quien llamaba era su esposa. Sin pensarlo le dijo el insensato:
-¿Cómo supiste que estaba aquí? ¡Ya sabía yo que me andabas siguiendo!
-Pues ¿dónde estás? –preguntó ella.
Ahí fue el crujir de dientes, para usar la expresión bíblica. Los tartamudeos de su marido le dieron a entender a la señora dónde se hallaba el coscolino.
Termino igual que comencé: ¿se usará todavía esa palabra, “coscolino?”. Lo pregunto porque las palabras cambian, pero las cosas que hacen los coscolinos con sus movidas o molletes son las mismas ayer y hoy.